De reojo

José María Requena

Años y memoria

EMPEZÓ a su hora, con la puntualidad predecible, otro año nuevo que sólo el azaroso devenir de la historia occidental es responsable de que titulemos con el guarismo 2010, en un propósito numerador nacido como mera coordenada de referencia para ordenar el pasado con el presente, la memoria con lo por venir, pero cuyo designio hemos trocado en una magnitud de control que hoy alcanza y lo tiraniza todo. Si los chinos inician en febrero su año del tigre, nosotros ya sólo sabemos usar números para calendar el tiempo y relojes para medirlo, claro, a nivel personal o social. Acaso porque temerosos de la muerte, abriguemos la vieja ilusión de vivir en la infinitud de lo finito por su infinita divisibilidad, que diría Machado, lo cierto es que pareciera que hemos olvidado que la memoria no se nutre con dígitos, sino de vivencias. Sin ellas ni sabemos quiénes somos, ni adónde queremos ir. Ahí coincido con MacCartney: I belive in yesterday. Que el olvido es la peor forma de diluirse que pueda acaecernos. Una especie de muerte dentro del existir que hace del amnésico, el ser más aciago de entre los vivos. Sin embargo, para los criterios imperantes, el tiempo ha dejado de pasar, como solía. Ahora se gasta. El idioma ingles lo lexicó (spend time) irradiando esa ética oprimente de que la vida es demasiado breve para dilapidarla en ocios o fiestas, porque cada hora perdida es una hora que se roba al trabajo en servicio de la gloria, unos de Dios, otros del capital. Haciendo de la hiperactividad virtud ineludible para acaparar glorias y poder. Y desde esa cruda evidencia de que tiempo equivale a dinero se impuso calendar, cronometrarlo todo, trabajo, vacaciones o sueños, hasta hacer de la medición un factor clave de la modernidad. Freud lo asumió sin eufemismos: sin reloj no me siento una persona civilizada, decía. Luego están los complejos mecanismos biológicos que tienen su propio e implacable péndulo. Y al conjugar dimensión social y biológica, cada pueblo dio por fijar los hitos que aplicar al proyecto vital de sus vecinos, señalando tiempos para educarse, tener hijos o respetar el luto. A menudo atropellando valores cardinales de la naturaleza. O el sentido mismo de la vida. Pues si Ovidio sugería que para el amor se precisa tiempo, hoy la proliferación de agencias amatorias revela el vértigo al que sometemos las artes básicas del vivir bien. Y es que, como ironiza el profesor Iglesias de Ussel, no es accidental que el edificio del Parlamento más antiguo del mundo esté presidido por un reloj, convertido en símbolo de Londres. Acumular años lo hace cualquiera. El reto es saber hacía dónde crecer. Y sin memoria, eso no parece posible.

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