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Sine die
En estos días en los que los sentimientos más primarios están a flor de piel y se aplaude tanto en las bodas y comuniones como en los entierros, habría que hacer una distinción entre los diversos tipos de aplausos, así como en la forma de llevarlos a cabo. Desde los incondicionales de los mítines políticos a los sentimentales de las comuniones y los lacrimosos de los entierros, toda una gama de emociones primarias se pueden expresar aplaudiendo. Sentimientos íntimos a la entrada de una imagen sagrada, patrióticos al paso de las fuerzas armadas, de ánimo en las rutas ciclistas, en las carreras de maratón o de forma gregaria en los partidos de fútbol. Como en todo lo visceral, es fácil pasar de la cima a la sima, como es el caso de los sanitarios que lo mismo eran aplaudidos por las tardes que agredidos por la mañana en su centro de trabajo.
Pocas veces he visto un aplauso tan espontáneo y merecido como el que le brindaron hace unos días a un bar del centro de la ciudad mientras cerraba definitivamente tras ochenta y cinco años de apertura al público. Si esta pandemia se ha llevado por delante infinidad de negocios, y los que quedan, aún más doloroso resulta cuando afecta a comercios que forman parte de la memoria colectiva de varias generaciones. Ya el hecho de sobrevivir en una ciudad entregada al turismo suponía un esfuerzo sobrehumano que las circunstancias y el escaso apoyo público han acabado dando la puntilla.
En unos tiempos en los que la tapa se moderniza a base de finas hierbas y ensaladillas de cosas raras, mantener una carta casera y popular netamente andaluza a base de pavías de bacalao y de pescada, boquerones fritos y en adobo, sangre encebollada, montaditos de lomo, espinacas con garbanzos, albóndigas y caldereta, hubiera merecido el apoyo de las instituciones como si fuese un Bien de Interés Gastronómico. Hasta el nombre del bar, Manolo, no dejaba dudas de su idiosincrasia. No hacía falta rebuscar más entre los retorcidos nombres que pululan por la oferta hostelera. Era el bar del barrio, de los propios del lugar, una especie de bastión de resistencia frente a la invasión de las hordas de guiris que se iban adueñando de todos los espacios. Junto a muchas tiendas de ultramarinos, ferreterías o los viejos cafés, el Bar Manolo, con su mostrador de acero inoxidable y el saber estar de sus empleados, forma ya parte del pasado.
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