Y hubo una vez, porque siempre hay una vez, que el hombre bueno comenzó en su cubo a juntar arena para construir un castillo. Junto arena y más arena. Empleó a operarios de confianza. Los dispuso a trabajar. Todos debían aportar algo para que el castillo pareciera de verdad. Aunque sólo fuera de arena. Construyeron murallas, almenas, torreones, puentes levadizos… todo de arena. Nada real. Todo de arena.

Lo pintó. Precioso. Lo llenó de malos malísimos, encerrados en aquel castillo por no sé qué desplantes y crueldades. Encerrados en mazmorras del tiempo hasta que el tribuno decidiera juzgarles. Tres años por lo menos encerrados en mazmorras. Las del silencio y la condescendencia. La de la permanente sospecha. Las del deshonor y el descrédito. Alejados. Los que estuvieron con ellos, los abandonaron. No sea que el tribuno decidiera ir por ellos.

Al final, al final como tantas veces, alguien sopla en el castillo, y, como dije, es de arena. Las almenas eran de arena, los puentes eran de arena, las torres eran de arena. Y lo destruye. Pero las vidas de los presos en aquel castillo, no. Las vidas no eran de arena. Eran de carne y hueso. Como en misa, cuando el castillo se derrumbó, alguien les dijo: "Podéis ir en paz". Nada más. "Eso fue todo. Puede Vd. marcharse". Después de muchos años, alguien le dice eso… que ya está, que puede marcharse. Que en su día dictarán una sentencia absolutoria. Ya está. Nada más. El castillo no era de verdad. Sólo fue de arena. Ellos sí. Pero siga Vd. con su vida.

Uno, que como profesional observa a quienes salen de ese trance, tiene ya hartazgo de ver siempre lo mismo. Las manos en los bolsillos, media sonrisa, bajar Plaza Nueva… la alegría del herido que nunca lo fue de muerte. La de quien puede sostener la mirada a sus hijos y a esa mujer a quien ocultaste tu denuncia para evitar un mal rato más. Porque se sufre. Mucho. Lo que cambia la vida por un castillo de arena…

Aún queda. Queda el juicio de la inquina, la del pordiosero, la del que nunca fue nada ni nadie en su vida pero celebra juicios todos los días en el bar, con café y tostada requemada. Allí, a voces, para que nadie dude que él, y nadie más, es el camino, la verdad y la vida, allí juzga y condena a cuanto se pone a tiro. Es su castillo. Allí se exilia, porque a nada más puede aspirar en la vida. "Pues algo debió hacer…", afirman sus sentencias de vocero. Todos corruptos. Todos infieles. De la Edad Media a las Cruzadas del XXI. Lo suyo son las Cruzadas en el Bar.

Espero dejar a mis hijos la sabiduría del que calla. La presunción de inocencia. El respeto a cualquiera mientras la justicia no lo condene. La elegancia del que escucha. La libertad del que comprende que puede no estar en posesión de la verdad. El reconocimiento a quien, un día, se encontró en este castillo, y tuvo la suerte -otros no la tienen-, de que alguien soplará y terminará derribándolo. Aunque quede el juicio del café y la tostada requemada…

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios