La vida, que nos sobrepasa. Que no concede retorno. Que toma carrerilla y nos deja ese sabor de que, en realidad, sólo fuimos lo que nuestros hijos quisieron que fuéramos. Como decían de niños en catequesis, polvo eres y en polvo te has de convertir. Todo se transforma. O si no, ellos lo transforman. Y cuanto más mayores, más nos sentimos reflejados. Miedos, vacilaciones, medias sonrisas, medias verdades… a veces lo llevamos con orgullo: “Ocuparán nuestro lugar”. Otras en cambio, no les deseamos tanta desgracia. ¿Qué han hecho para merecerlo? Por mucho que me empeñe, nunca podré evitar sentir pelusa cuando dicen que mi hijo tiene toda la cara del abuelo…

A este mundo le sigue faltando hablar de hijos, de familia, de relaciones humanas. Trabajar en lo cercano, en lo que convive día a día con nosotros. Decrecer. Sentirnos niños, hablar como niños, reflejarnos en ellos… Pero no. Los moldeamos, los maniatamos, decidimos por ellos… Nos equivocamos. Una y otra vez, Porque nuestros hijos serán lo que quieran ser. Responsables de su éxito o de su fracaso ¿Por qué decidir por ellos? ¿Por qué abocarlos al temor de que fracasen? Fracasar es humano, inevitable en ocasiones. ¿Y si decidimos por ellos y nos equivocamos? ¿Tan seguros estamos de nuestras decisiones? Si nos equivocamos no nos quedaría vida para pagar la indemnización…

Somos una generación de padres sin término medio: el papá colega, que da y permite todo, que se sitúa a la altura de su hijo, que su única intención es que su hijo interfiera lo mínimo en su proyecto de vida; el papá autocomplaciente, el que solo ve la perfección de uno mismo y somete la labor de educar a que su hijo se asemeje a la visión que posee de lo que siempre quiso ser. En ocasiones, hasta renegamos de ellos sin darnos cuenta que hacen cuanto de pequeños hicimos. No les prestamos un mínimo de condescendencia. Nuestra indefinición, nuestros miedos, nuestras mezquindades nos conducen a avergonzarnos de nosotros mismos, de cómo fuimos, de cómo soñamos ser en nuestros pupitres de infancia.

Un punto de encuentro. Debe haberlo. No podemos seguir el ejemplo de una sociedad que solo vocifera en bares y garitos lo malo que es el mundo y lo bueno que soy yo. Un punto de encuentro, o de equilibrio, o de cordura, como queráis llamarle. Primero, reconocer el riesgo de ser humanos las veinticuatro horas del día. Que nos vamos a equivocar. Sin duda. No pasa nada. Será momento para presentar nuevos retos, nuevas propuestas, nuevos motivos para crecer juntos. Para educar. Segundo. Ejercer una autoridad sin contradicciones. Hacerles ver cuánto los queremos a pesar de decir no: no al móvil a los doce años, no a faltar al respeto a un profesor o a un compañero, no a hablar mal de nadie, no a insultar o a tratar con desprecio, no al silencio cómplice con el acosador, no a considerarse el ombligo del mundo…

Eso, y no dejarles hacer cuanto quieran, es querer a nuestros hijos. A cambio: respetar sus decisiones. Es su mundo. Y no podemos hacerlo a nuestra imagen. No sería justo.

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