La Cruz y la fiesta

La celebración de la Fiesta de la Cruz nunca fue una conmemoración ni larga en el tiempo ni excesiva en la liturgia

Con el nombre de la Santa Cruz -y muy especialmente en el sur peninsular- se ha querido durante siglos sacralizar de algún modo, incluso festivo, la sociedad, la geografía urbana y hasta las costumbres de estos suelos que, después del siglo VIII, estuvieron dominados por la religión islámica otros ocho siglos más en que vino a pasar de todo, en una alternancia de guerras con períodos de paz que hicieron que las fronteras entre los dos mundos, el cristiano y el musulmán, fuesen paulatinamente cediendo hacia el sur hasta el periplo histórico que, acabando el siglo XV llegó a cerrarse con la suma de todos los reinos peninsulares, excepción hecha del vecino de Portugal, que ahí prosigue por el camino de su propia historia.

La difusión de la Cruz en el mundo cristiano y muy especialmente en las tierras que fueron primera línea en la última frontera, generó una serie de expresiones populares externas como símbolo y evidencia del nuevo orden social, cimentado en el religioso. Desde el barrio de la Santa Cruz, en Sevilla, hasta la proliferación de las cruces de piedra en singulares monumentos que se fueron sembrando por los más populosos y visitados lugares, en el mapa urbano de Granada, desde la Cruz del Campo del Príncipe, hasta la de La Rauda, la Cruz Blanca y otras varias que, incluso, hasta han llegado a desaparecer, casi sin dejar más huella que el propio suelo granadino en el que estuvieron erigidas y que coincidieron en sustituir las voces de los almuédanos, llamando a la oración, sustituidas por el sonido profundo y poderoso de las muchas campanas, bronces en los templos cristianos, que se fueron construyendo en la capital y en todas las poblaciones del antiguo reino de Granada.

Sin embargo, la celebración de la Fiesta de la Cruz nunca fue una conmemoración ni larga en el tiempo ni excesiva en la liturgia de su memoria continua. En el comienzo del mes de mayo, todos los años, coincidiendo con los días primeros de la primavera, se engalanaban patios de viejas corralas y mansiones que otrora pudieron ser habitación de antiguos patricios, descendientes de conquistadores de Granada y que luego se convirtieron en morada de familias que dividieron el espacio doméstico y -por un corto alquiler- compartieron vidas, legítimas ambiciones y sueños y -naturalmente- diversiones que, en este caso, eran de sólo una tarde; muchos geranios en flor ponían colores en los espacios comunes en cuyos rincones, los macizos frescos de aspidistras parecían dormitar. Mantones de Manila, vistosas colchas, alguna vieja alfombra y muchos cobres y barros de Fajalauza.

Y en el centro la Cruz, hecha comúnmente, con rojos y fragantes claveles. Guitarras, vino y cerveza para los hombres y dulces espumosos para las mujeres. Y el baile, la danza, al filo de los volantes en los vestidos… Hoy es más una fiesta callejera, multitudinaria e impersonal. Pero es la fiesta de hoy ¿O no?

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