Francisco Bejarano

Dulce Nombre

HABLANDO EN EL DESIERTO

12 de septiembre 2010 - 01:00

UNA de las causas principales por la que los cristianos fueron perseguidos en Roma fue la negativa de éstos a sacrificar a los dioses paganos y participar en sus fiestas. La plebe romana los odiaba porque los creían culpables de las desgracias que se abatían sobre el Imperio. No había sequía, inundación, terremoto, volcán en erupción como el Vesubio o el Etna, epidemia de las personas o del ganado, plagas las que fueren y desgracias más o menos naturales que se desataren, que no estuvieran mandados por los dioses por la impiedad de la todavía secta judía. Muchos romanos mal avisados, ignorantes y aun cultos, pensaban que los cristianos eran ateos. Nada más lejos de sus intenciones: perseguidos todavía, rezaban por el emperador y por Roma, pues en verdad, salvo en la fe, un cristiano no se distinguía de un pagano en su vida de calle: comían y vestían igual, se rizaban el pelo y se depilaban las piernas.

Las religiones nuevas no nacen por ensalmo, sino de situaciones previas favorables e injertadas en las viejas. Los cristianos más inteligentes y aristocráticos, empezando por san Clemente de Alejandría, cristianizaron el paganismo. El Panteón (todos los dioses) acabó en el Pangión (todos los santos). Desde entonces la Iglesia fue, y todavía es, la heredera del imperio universal romano y, como los romanos, tenemos unos intermediarios en los ángeles y los santos, presididos por la Santísima Virgen, ante el Dios Máximo. Hubo que dar retoques teológicos externos para que la plebe, siempre reacia a las novedades, aceptara el cristianismo. Por ese camino, que es mucho más largo, llegamos a finales del siglo XVII, cuando Viena está cercada por los otomanos. En los templos de la Cristiandad se impetra la protección divina y en las casas nobles y tabernas de mala nota se brinda por la confusión del Turco. Todos estábamos en peligro.

Fue confundido el Gran Turco y hasta el día de hoy sólo cuenta pérdidas. Juan Sobiesky, mandando las tropas austriacas y polacas derrotaron a los infieles y nunca más llegaron tan lejos. En cuanto lo supo el papa Inocencio XI, se revistió de Pontífice Máximo, mandó repicar las campanas de Roma y las de toda Europa y allá donde hubiera un cristiano, y presidió una procesión con himnos y alabanzas por tan gran victoria. Al final, con júbilo general, instituyó la fiesta del Dulcísimo Nombre de María cada 12 de septiembre, para perpetuar un acontecimiento decisivo para Europa. Estamos pendientes de que los turcos se decidan a devolvernos Constantinopla, Efeso, Esmirna y Troya, para empezar a entendernos. No los vemos predispuestos. La Alianza de Civilizaciones debería tomar como patrona la advocación del Dulce Nombre. No lo harán. Creen que con humillaciones y subsidios contendrán a los enemigos de la Cristiandad y de Occidente, que vienen a ser lo mismo.

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