Educadores

Necesitamos maestros que sepan hacer sentir a sus alumnos que son dignos de descubrir el mundo

Leyendo la reedición de El primer hombre, la gran novela autobiográfica en la que trabajaba Camus cuando le sorprendió la muerte en un accidente de tráfico, nos reencontramos con la figura de su venerado maestro de primaria Louis Germain, a quien como es fama dedicó el escritor, nacido en un suburbio de la Argelia francesa, su discurso de aceptación del Nobel de Literatura. La historia se ha contado muchas veces, pero merece la pena recordarla. Huérfano de padre, Camus fue criado por una madre analfabeta que era casi completamente sorda y apenas podía hablar, en compañía de un tío también disminuido y de una abuela que ejercía las funciones del cabeza de familia. El niño estaba predestinado por nacimiento a engrosar lo más bajo de la miserable sociedad en la que vivía y así habría sido de no mediar la intervención del admirable profesor, llamado Bernard en la novela, con el que su luego célebre alumno siempre se sintió en deuda. El señor Germain no sólo convenció a sus parientes para que el muchacho, del que se esperaba que contribuyera al sostenimiento de la casa con cualquier trabajo de subsistencia, continuara los estudios, sino que lo ayudó personalmente a preparar el examen de ingreso en la enseñanza secundaria y a conseguir la beca que le permitiría cursarla. Todo lo que vino después, le decía Camus en una carta famosa, tuvo su origen en este acto de generosidad, pero para llegar a ese momento fue necesario que el pequeño colegial quedara fascinado por lo que el novelista llama la "poderosa poesía de la escuela" y sobre todo, pues en otras clases no experimentaba lo mismo, por la atención con la que el educador distinguía a sus pupilos, que "sentían por primera vez que existían y que eran objeto de la más alta consideración: se los juzgaba dignos de descubrir el mundo". La miseria, escribe Camus, es "una fortaleza sin puente levadizo". La pobreza y la ignorancia son los mayores enemigos de la libertad y también en este punto el señor Germain, pese a su defensa de la educación laica, se mostraba respetuoso con las creencias o las convicciones que fueran fruto de una elección personal. Hablamos mucho de la reforma de la instrucción pública y el acento suele ponerse en la necesidad de disponer de mayores recursos, que desde luego siempre serán pocos, en la incorporación de las nuevas tecnologías o en los debates ideológicos o doctrinarios, pero lo verdaderamente decisivo es que entre quienes ejercen una función social tan importante haya muchos señores Germain que sepan hacer sentir a los más desfavorecidos de sus alumnos que son -ellos también, aunque hayan crecido en el fango- dignos de descubrir el mundo.

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