Entrevista Alfonso Herrero: "El Málaga es un señor club; a los jóvenes les digo que fuera hace mucho frío"

Saber cuál es la última copa; ese funambulismo entre la razón y la pasión resulta definitorio. Estás en éxtasis, gracioso y todo-lo-puedes. De pronto, cae otra más, quizá solo un trago más, y el infierno tiñe tu euforia. Te vuelves molesto, impertinente y pernicioso. De la noche perfecta a la ruina (la insolencia es vecina de la desinhibición). Por eso hay que saber decir basta. Con el ego ocurre exactamente igual.

Al ego hay que darle de comer, el alma y el cerebro necesitan gasolina, pues a diario nos pone en alerta ante la vida. El problema, ya se sabe, se halla en atiborrarlo o dejarlo famélico. Por eso los seres equilibrados se están convirtiendo en mirlos blancos y especies en extinción. Hoy en día, la gente de perfil moderado se hace cada vez más extraordinaria. Quizá la sociedad empezó a desbarrar cuando pervirtió la libertad de expresión y asumió que cada cual podía decir lo que quisiera impunemente. Incluso me atrevería a decir que muchos cosieron ese derecho a la obligación de los demás a escucharles. Como si todas las opiniones fueran respetables.

En esas, llegaron las redes, los camellos de ese invisible mecanismo de placer llamado ego. Y ahí la confusión creció mucho más: los ególatras, empezando a erigirse en raza supremacista, creyeron que los demás estábamos obligados también a darles la razón sin más. Ese torpe ejercicio de pensar que cuanto más hablas, más sensatas se vuelven tus palabras. Por si fuera poco, Twitter inventó el seudonimato, que es una tienda de camuflaje para quien no tiene los arrestos de defender sus pensamientos sin miedo a ser juzgado y para cobardes pirómanos. Como cuando el jefe de una banda adolescente, pequeño y gritón, insulta junto a los voluptuosos bíceps de su matón, brazos cruzados al lado. Como cuando vacías ante otro conductor el diccionario de los exabruptos creyendo que tu coche es de adamantium y el calumniado nunca se bajará del suyo a zurrarte. No le niego a Jack Dorsey el mérito de haber creado una plataforma que ofrece dopamina gratis, un servidor a veces no puede contenerse, pero nada para la buena salud de la conciencia como firmar las opiniones de uno con nombre y apellido. Y si, como en esta tribuna, va con foto, mejor que mejor.

Siempre me gustó de Twitter el reto de compendiar una idea en 140 caracteres. Ello suponía medir bien, pensar sesudamente. Pero nació la posibilidad de abrir hilos y se acabó la mística; supongo que Twitter tampoco supo tomarse su última copa. Twitter es una autopista portuguesa, un desconcierto de cotorras, un volcán de sordos. Es como tener el alma viviendo en Gotham. Pero tranquilos, nada que no se cure poniéndola en mute leyendo un libro.

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