Enroque al Rey

Es difícil de entender de dónde nace esta obsesión política por tapar los símbolos comunes

Dicen que, en política, hay que saber irse cuando el número de enemigos creados supera al de los amigos encontrados. Durante estos días ha habido una coincidencia de hechos que bien representan este principio aludido. Por una parte, los desplantes a la corona en la entrega de los despachos a los nuevos jueces, y por otra, el haber alcanzado el millar de asesores contratados por Moncloa. Quizás lo que habría que aclarar es que buscarse enemigos de tamaño Real no es demasiado conveniente, y que los asesores no los paga el que los contrata, sino todos los españoles de nuestros impuestos, y por tanto no sumarían como amigos puramente desinteresados.

Es difícil de entender de dónde nace esta obsesión política por tapar los símbolos comunes. Primero ha sido la bandera de España y su intento de relacionarla únicamente con personas conservadoras. Es cierto que ya Hitler consiguió marcar con un triangulo amarillo a los judíos, negro a los gitanos o rosa a los homosexuales, pero querer distinguir a los votantes contrarios con la bandera constitucional de su país es demasiado rocambolesco. Ahora ha llegado la hora de esconder al Rey de la vida pública, se supone que para molestar a los monárquicos y alegrar a los republicanos, pero ¿se han parado a pensar cuantos monárquicos pudiera haber en la izquierda de este país y cuantos republicanos en la derecha? Es evidente que los asesores para este nuevo conflicto no son muy inteligentes, porque este es un charco en que no se hubiera metido ningún gobernante que se precie.

Pero si algo se ha aprendido de estos tiempos pandémicos es que la transformación digital ha acelerado su implantación, llegando a todos los ciudadanos. Hoy es difícil tratar de ocultar cualquiera de los símbolos del Estado sin provocar una reacción informativa de consecuencias imprevisibles. Y elevar protestas desde esa infinidad de ministerios desorganizados y prácticamente sin competencias, que subsisten como pueden, roza el ridículo más espantoso. Por ello cada día es más difícil engañar al pueblo, evadirse de sus competencias y tratar de echar las culpas a los demás de los terremotos provocados. Téngase en cuanta que puede ser peligroso seguir a pie juntillas los principios expuestos en sus versos por el francés Goethe: ¿Debe engañarse al pueblo? / Desde luego que no. / Mas si le echas mentiras, / mientras más gordas fueren / resultarán mejor.

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