Espectáculos y vanidades

A todos los andaluces les surge una pregunta que despierta recelos: ¿quiénes eligen a los reconocidos el 28-F?

Una vez más, como cada año, el pasado día 28 se hizo público el reconocimiento institucional a la labor ejemplar de una variada representación de andaluces. Un gesto que, además, de exaltar este tipo de comportamientos, servirá de estimulo a otros andaluces, en sus respectivos campos, para seguir esta senda beneficiosa para la comunidad. Pero, por ello mismo, por ser una ocasión especial, dedicada a resaltar unos méritos personales dignos de ser admirados, quizás fuese más indicado plantear este agasajo colectivo en el marco de un acto exclusivo para que así centre toda la atención pública. Tal como funcionó el día 28 está expuesto a diluirse, entremetido como un adorno más, en el baúl cargado de vanidades representativas, en que se ha convertido el Día de Andalucía. Pero, además, a esta confusa mezcla, en un mismo escenario, de un merecido homenaje a unos andaluces de a pie y unos protocolarios discursos institucionales, se añade otra incómoda impresión, al comprobar que una costumbre, ya fuera de uso en otras partes, se mantiene con toda naturalidad en Andalucía. Porque, en efecto, a muchos andaluces, les surge una pregunta inmediata que despierta recelos y extrañeza: ¿quiénes eligen a estas destacadas personas? Desde el punto de vista formal y legal, esa responsabilidad recae todavía en determinados cargos políticos de la Junta de Andalucía. Sin embargo, sorprende que esta tutela política, tan directa, se mantenga aún en estas tierras mientras que, por motivos fácilmente comprensibles, ha desaparecido en otras latitudes españolas desde hace muchos años. Este tipo de concesión de premios y medallas recae en comisiones externas, formadas por personas independientes, elegidas por sus conocimientos específicos, que asumen la responsabilidad pública de debatir y decidir entre los nombres posibles. Baste recordar los Premios nacionales, los Príncipes de Asturias, o el Cervantes. Sin embargo, en Andalucía aún perdura este ese viejo y significativo lastre, que pone la elección de tales personas en manos exclusivas de los políticos que detentan en cada ocasión el poder. Para ellos debe ser muy tentadora esta capacidad decisoria: gratificando, o castigando, según criterios que sólo exponen, entre ellos, en la intimidad de sus despachos. Pero esto muestra, desgraciadamente una vez más, la dificultad de los políticos andaluces para desprenderse de usos mal vistos e inadecuados. Y deberían delegar finalmente esas decisiones en voces independientes, procedentes de una sociedad civil siempre postergada. Sería un buen ejemplo.

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