Esplendor

En poco más de un mes habrán pasado veinte años desde que murió el poeta Vicente Tortajada

Dentro de poco más de un mes, el día 5 de junio, habrán pasado veinte años desde que murió el poeta Vicente Tortajada, y nos parece que fue ayer cuando volvimos de San Fernando para escribir, malditas las ganas, el apresurado obituario. Tanto tiempo después, los amigos nos seguimos refiriendo a Vicente -Vicen para su hermano el también poeta Jesús, otro grande- cuando recordamos las gloriosas aventuras del tiempo viejo, aquella edad de entre siglos que hoy se antoja lejanísima. Al contrario que muchos de los que se tienen por tales, Vicente era un transgresor genuino, pues su heterodoxia no seguía caminos trillados ni condescendía a las poses impostadas. Era también un hombre generoso, que guardaba un fondo de insospechada ternura -"una ternura antigua e infinita"- tras la máscara de ferocidad libertaria. Escribió un puñado de excelentes artículos y una rara y hermosa novela, Flor de cananas, en la que recuperaba la figura del médico anarquista Pedro Vallina. Pero ejerció, sobre todo, como poeta, autor de seis breves entregas -la última de ellas titula también el volumen póstumo Esplendor, prologado por dos de sus íntimos, Abelardo Linares y José Daniel M. Serrallé, donde se reúne una amplia selección de su obra- que publicó entre finales de los setenta y mediados de los noventa, apenas quince años de vida editorial que le bastaron para dejar una impronta clara, indeleble y personalísima. La poesía de Vicente Tortajada empezó caudalosa, desbordante de imágenes visionarias, y acabó encauzándose en una línea más precisa y contenida, pero siempre fue una poesía fuerte, extremosa, apegada a la vida que amó visceralmente. Esta última etapa es la que produjo un mayor número de poemas memorables, pero no deben pasarse por alto los versos de juventud -"¡Detente, enemigo,/ Gustavo Adolfo Bécquer/ está conmigo!"- en los que encontramos ya rasgos característicos como el humor, la melancolía o el recurso a otras voces para expresar las perplejidades propias. Lo salvaje, en el sentido de no domesticado, convive en sus versos con una extraña delicadeza. Cuando el poeta asume las voces de Baroja, Wilde o Pessoa, cuando retrata a Francis Bacon o glosa el Angelus de Millet, no hay el más leve asomo de artificio. Ve a los hombres y se ve a sí mismo, sin veleidades decorativas. Es una mirada original que no se parece a ninguna otra, porque la poética de Vicente, como él mismo, era única, resultado de una sensibilidad muy peculiar que podía dedicar un poema, espléndido, al palio de la Macarena y otro, en forma de monólogo dramático, a la langueur del conde de Foxá. No deja de acompañarnos su espíritu libre.

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