Muchas veces hemos escuchado castellanizar los sustantivos políticos catalanes. Se ha hecho con mayor repetición por cierta derecha rancia con la Generalitat para nombrarla Generalidad y, aunque no sea propiamente catalán, ser del Barcelona es mucho más nacional español que ser del Barça, que algunos muy propios incluso la manejan denominándolo Barca, sin cedilla, que a la deriva me lleva.

La democracia que tenemos, imperfecta, muchas veces insustancial por la impertinente y recurrente incapacidad de los liderazgos que se nos viene regalando en los últimos tiempos, se ha adjetivado en bastantes ocasiones. Se dijo de ella que fue joven, también que se convirtió en dinámica, llegó a estar consolidada para convertirse en sólida poco después. Y Cataluña fue un puntal en ese trayecto común. La vertiente de dignidad y normalidad democrática con que la resistencia y lucha antifranquista les premió durante el desarrollo del sistema de libertades públicas y privadas de nuestro país con un marchamo de modernidad, de cosmopolitismo, de europeísmo, que la hacían vanguardia de de España. La mejor exportación de imagen en la historia reciente de España hacia el exterior se cocinó en Barcelona con los Juegos Olímpicos del 92. De aquel tiempo a éste, de aquel baluarte del espíritu democrático y moderno catalán que ambicionábamos para todo el país y que tanto costaba construir, por ejemplo, en Rute o en Casas del Monte, y aparentemente tan poco en Gualba o Pals, parece separarnos ahora un océano de silencio, de deslealtad e irresponsabilidad: un tsunami de gilipollas y gilipolles, de tontos y ximples, que han logrado escribir el porvenir con letras de frustración.

Nada es como parece, es como lo vemos. Lo que hemos visto esta semana es fuego. Y una panda de radicales que han quitado el protagonismo a los centenares de miles que quieren, con más o menos razón, una Cataluña independiente, como mi amigo Xavi, abogado de raza y honor; y han privado igualmente de relevancia a quienes no quieren separarse de este país, mayoría, con más o menos razón también, como Andrea, abnegada dueña de un bistró en Barcelona, cerca de Urquinaona. Y ellos, Xavi y Andrea, lo ven y lo sufren. Y nosotros.

El país roto por la estupidez. El país dejado de la mano de quién sabe Dios para entregarse a discursos vacíos, llamadas al diálogo, a la confrontación, a la moderación, mientras que un montón de hijos de su madre sacuden a los Mossos, a la Policía Nacional y al lucero del alba. Prensa española manipuladora, els carrers seran sempre nostres, y la mare que ens va parir.

Albergo muy poca esperanza en la solución de este conflicto. El independentismo ha colonizado su bandera y la ha envilecido, pasándola de la amable utopía estelada, que nunca fue, a la violenta realidad estrellada, que solo es.

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