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Los absurdos intentos de cancelación de la gran cultura rusa, reciente en términos históricos y tardíamente recibida en Europa, pero fundamental en la conformación del imaginario de la centuria antepasada, se enfrentan a la indudable relevancia de una tradición que ha impregnado tanto las letras y las artes como las ideas, en particular las ideas políticas. En relación con estas últimas, solemos hablar del siglo XX, de la Revolución y de la larga era soviética, pero también en el XIX, ya desde los inicios de la edad de oro de la narrativa en el país eslavo, hubo un transvase que en muchos casos llegó a Occidente de la mano de los expatriados de la autocracia zarista. Lo muestra ejemplarmente un delicioso ensayo biográfico de E.H. Carr, Los exiliados románticos, donde el historiador británico recorrió las novelescas peripecias de una constelación de personajes absolutamente memorable. El principal protagonista es el agitador Aleksandr Herzen, un intelectual marcado por la obsesión introspectiva, pero por las páginas del libro circulan otros personajes relacionados -"abolidos príncipes", los llamó Gimferrer- como su amigo y rival Ogarev, el ingenuo y desmesurado Bakunin o el volteriano Dolgorukov. Ociosos pero atareadísimos en vagas conspiraciones, e igualmente ocupados por complejos enredos sentimentales, los exiliados rusos del Ochocientos llevaban una vida arrebatada, errante y libérrima. Editaban periódicos y panfletos, planeaban intrigas fantasiosas, soñaban con un cambio que nunca se produjo o no alcanzaron a ver. Desterrados bajo los reinados de Nicolás I o Alejandro II, arrastraron su melancolía por capitales de media Europa, viviendo un exilio no siempre dorado pero pródigo en anécdotas pintorescas. Mucho antes de los bolcheviques, los herederos del espíritu decembrista lucharon en soledad contra el despotismo, y también contra sus propios demonios. Ansiaban la libertad y habían abandonado la madre Rusia llevados del odium regni de los patricios republicanos, pero acabaron convertidos en supervivientes del tiempo viejo, no tanto por su distanciamiento del incipiente socialismo como por su conmovedora fidelidad al ideal romántico. Impulsivos y extravagantes, no fueron héroes ni en verdad lo pretendieron, pues su idealismo era compatible con una sensualidad exacerbada. Eran todavía, a esas alturas del siglo, devotos de la pose byroniana, anarquistas sentimentales, figurones desubicados en una sociedad extraña. El relato que de sus vidas hizo Carr es una obra maestra que combina el humor, el respeto y la piedad, la capacidad de empatía del investigador apasionado y un profundo conocimiento de la naturaleza humana.
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