En tránsito
Eduardo Jordá
Resurrección
Postrimerías
Si hacemos caso al nada halagüeño pronóstico de una analista especializada en The New Yorker, la ya prolongada crisis de los medios de comunicación puede conducir en los próximos años a una extinción masiva. Anuncios escasos y pobremente remunerados, tráfico decreciente y un cierto agotamiento del público ante la oferta inabarcable, a la vez muy condicionada por los buscadores, explican la fragilidad de un modelo de negocio que no acaba de encontrar, pese a los severos recortes de los últimos años, el camino de la viabilidad en una era marcada por continuos cambios, donde lo único que permanece es la incertidumbre. La deriva que conduciría a una posición de meros intermediarios, no en el sentido tradicional sino en otro bien distinto –y desde luego peor– que reforzará los contenidos patrocinados, la promoción del comercio electrónico y de los famosos eventos, es ya apreciable en muchas piezas que desplazan al periodismo propiamente dicho, para no hablar de esos burdos pero eficaces reclamos –la palabra sensacionalismo se queda corta– de los que no se libran ni las cabeceras más prestigiosas. El problema no viene de la tecnología, aunque en algunos aspectos no parece que los avances, siendo potencialmente benéficos, hayan comportado mejora ninguna, sino de la aparente imposibilidad de cuadrar costes e ingresos en una fórmula que asegure la calidad sin que la inversión se traduzca en ruina. A este difícil contexto se suman la desconfianza promovida desde el poder político, que tolera cada vez peor la discrepancia y presiona sin disimulo a las voces disonantes, y la disposición de los propios medios, dada su precariedad, a ejercer como correas de transmisión de intereses particulares. Todo conspira contra una cierta idea de la prensa que prosigue su anunciado declive y apenas encuentra eco en los nativos digitales, incapaces de interesarse por contenidos que exijan más de medio minuto de atención o presupongan una familiaridad mínima con los temas de fondo. Llenos de prejuicios hacia la profesión, los antiguos maestros de humanidades se afanaban en resaltar las diferencias entre la información y el conocimiento, recalcando que este último exigía tiempo y estudio y una dedicación no pasajera, pero ni siquiera las noticias estrictas, dejando de lado las deficiencias de redacción, cumplen siempre con los estándares que distinguen la exposición más o menos ponderada de la propaganda o la publicidad encubiertas. El panorama es objetivamente desolador, y aun así no cabe abandonarse al catastrofismo. Ni los viejos tiempos fueron idílicos ni en los que vivimos o vienen –conste al menos como deseo– dejará de haber buenos diarios.
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