Entiendo que a políticos y poderosos no les guste el Carnaval; están en la mirilla de coplas de denuncia. Pero me choca que para muchos ciudadanos de a pie sea una fiesta invisible o que sobre. El Carnaval es la extraordinaria unión de hombres y mujeres normales. Y ya se sabe: no hay nada más valiente que un ejército de cobardes. El carnavalero es una raza muy común, generalmente una persona sencilla, de estrato medio o bajo, que oculta bajo su uniforme del trabajo o su cartilla del paro el virtuosismo del tres por cuatro. Precisamente esa definición hace que haya carnavaleros que aún no sepan que lo son.

Es una fiesta que ha condicionado la manera de hacer sociedad desde el siglo XVIII, una forma de relacionarse con los poderes sin el miedo a decir las verdades a quienes no quieren escucharlas. Pero parece acorralada para quedar como un gueto de soñadores, expresión que se desliza mejor por el oído que el capricho de chusmas, que así es como la etiquetan ilustres ignorantes.

Siempre he pensado que en Málaga la Semana Santa no deja crecer al Carnaval, que no hay hueco ni dinero para otro poder fáctico más de la ciudad. Hablo de altas esferas, pues raro es el carnavalero que no reparte su corazón entre esas dos fiestas. Y ahora que el miedo a los rebrotes hace temer a los grupos sobre si habrá concurso o no en 2021, es cuando más falta hace. Ahora que hemos entendido que los héroes no son los futbolistas, sino los sanitarios, es la hora de los hombres y mujeres sencillos que hacen cosas fuera de lo común.

Hay profesionales de la palabra que se petrifican ante un pasodoble en blanco. Músicos incapaces de arreglar una cuarteta para que tenga pellizco. Versados pensadores sin la capacidad de vertebrar un repertorio en torno a un tipo. Y carpinteros que emocionan con un quejío que te levanta del asiento. Reponedores dotados para escribir una emocionante historia de menos de tres minutos, pese a que lo hagan con faltas de ortografía. Chavales que manejan una guitarra como el cuerpo de su amante porque desde los 4 años veían a su padre tocarla, pese a no haber pisado nunca un conservatorio.

Si es verdad que el coronavirus ha humanizado todo mucho más, ha llegado el momento de que las personas normales tengan más importancia que nunca. Porque cuentan esas historias, las suyas, mejor que nadie. Porque son el periódico de las vivencias cotidianas. Y porque ahí también se esconden artistas maravillosos al nivel de la alta literatura y la música de postín. Los que mandan siempre están buscando una excusa para arrinconar más aún al Carnaval. No se la demos, afinad plumas y guitarras; la nueva normalidad es nuestra vieja cotidianidad. Y debe seguir siendo extraordinaria.

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