Carta a los Reyes Magos: los regalos de verdad que necesita un niño
Gilda y yo
CUANDO el humo del cigarrillo rodeaba el cuerpo de Gilda se convertía en un grácil encaje que bordaba toda su piel. Ella dejaba prendido entre sus dedos el pitillo con la delicadeza con la que se pueda tomar una refinada joya seducida por los brillos de las luces que dibujan figuras desordenadas sobre la tez. Así era el humo de los cigarrillos que consumía Gilda: un vestido de seducción efímera que imantaba sobre ella todas las pasiones humanas. Gilda se plantaba de pie con el pitillo en la mano derecha desvanecida sobre su cadera, mientras vestía con aquel célebre traje negro que subyugó su cuerpo a bailar al compás del Put the blame on Mame, por lo que recibió la bofetada de la Historia, y la humareda que ascendía vertical por su eje era, entonces, la columna vertebral de su hechizo. Si Gilda sujetaba el cigarrillo para colocarlo cerca de su cara, el humo se convertía en la fuerza para los despechos que lanzaba contra sus pretendidos humillados. La propia niebla luchaba por introducirse entre sus labios con la pretendida vileza de abrir su boca para arrancarle una palabra comprometida. Una confesión de amor. Pero de Gilda sólo salían despechos. Y disfraces de un amor engañado. Ni el humo ni la bofetada vencieron la arrobadora belleza de Gilda.
El humo del cigarrillo ha envejecido mal con el paso de los años. Cogió color y del blanco original pasó al negro contemporáneo. Tuvo su tiempo de lozanía con la que seducía a bocanadas a los hombres que se deshacían entre los trallazos de unos ojos ternos de grandes pestañas postizas. Entonces el humo hacía el amor entre hombres y mujeres. Hoy los separa. El humo del cigarrillo de Gilda ha recibido la bofetada más bronca que la del propio Glenn Ford. Ahora el humo no es lo que fue. Gilda utilizaba a los pitillos, ahora son los pitillos quienes nos utilizan y dominan. Arte vilipendiado después de usar lo que ahora se idolatra. El humo lo tiene fácil para acabar con nosotros, por lo que su seducción ha desaparecido. No busca abrir su boca, las bocas se abren para ser engullido. Viola los ojos dejando ciega tu mirada emborronada por el escozor de un penetrante humo que mata hasta las pestañas. Saca su aliento que jamás la impregnó a ella, etérea y pasional. Su verticalidad brocada por encajes de humo es la actual tortura del tabaquero con el cuerpo impregnado de la viscosidad venenosa. El humo se ha estresado, ya no baila sobre el aire para envolver los cuerpos. Éstos los ensucia con una huella que marca a los sí de los no, en un breve cruce corporal. Se desvanece la seducción pública del humo, y crece en la clandestinidad, por el dedo inquisidor, de un placer solitario que se nos irá arrancando como las hojas de una margarita de algo tan racial como el nombre Carmen de manera progresiva y esperemos que, no se conviertan en cansinos y sea una evolución que se esfume en paz.
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