calle larios

Pablo Bujalance

Historia de Agripina

Decididamente, la querencia de los gatos por el patrimonio deja en una posición delicada a los seres humanos Igual habría que tomar nota de semejante apego por las ciudades del pasado

14 de marzo 2014 - 01:00

CON tanto escribir sobre gatos corro el riesgo de parecerme a Antonio Burgos, pero qué le vamos a hacer. Hay casos que merecen la absolución, y éste es uno de ellos. La gata que ven en esta página (les contaré un truco que me enseñó una veterinaria: cuando vean a un gato con tres colores, es gata; genéticamente vienen así de fábrica) es una moradora habitual del Teatro Romano. Quienes pasen por Alcazabilla de vez en cuando la habrán visto seguro. Es descarada, presumida y hasta cierto punto indecorosa. Se pavonea entre las piedras antiguas y en el jardincito contiguo, el mismo en el que cierto guarda de seguridad cultivaba tomates y patatas allá por los 80. Se relame ante la Cofradía del Sepulcro sin respeto alguno, y vomita sus bolas de pelo allí donde se le antoja. Casi siempre anda preñada: cada temporada reparte sus gatitos por el entorno de la Alcazaba y la Aduana, los cría lo justo y luego vuelve a lo suyo. Un servidor ha decidido bautizarla con el nombre de Agripina, en honor a la leyenda de cierto templo romano del cual, según otra leyenda, el aeropuerto de Málaga toma su código de identificación internacional AGP (el motivo real de este código es bastante menos romántico, así que mejor quedémonos con los romanos). De modo que, de vez en cuando, sobre todo cuando vuelvo a casa desde la redacción (ella tiene hábitos nocturnos, como buena merodeadora), me topo con Agripina, que se escabulle ipso facto mientras yo me lleno de envidia. Uno de los motivos por los que me gustan tanto los gatos es su querencia a los lugares antiguos, especialmente de índole patrimonial. Hace unos días, durante una visita a Roma, encontré entre las ruinas del Foro un enorme gato gris, gordo, de monárquica cabeza y temple suave que se dejaba acariciar a mansalva, gustoso y falderillo; y pensé que aquel felino debía ser, por lo menos, la reencarnación de Tiberio, o quién sabe si de un Nerón camuflado, sí sí, seguid pasándome la mano por el lomo que ya veréis cuando le prenda fuego a todo esto. Pero lo que verdaderamente envidio de los gatos es la conexión que ya los viejos egipcios, sumerios, persas y etruscos les adjudicaron con el mundo de los muertos, como si Caronte les diera vía libre hasta la otra orilla y el Cerbero los recibiera menenando el rabo. Creo que este vínculo explica por qué los gatos parecen no inmutarse por nada: ya saben de qué va la película. E imagino que Agripina se siente a gusto con los malagueños que hace dos mil años asistían a aquel bonito teatro colmado de mármol y cubierto con un toldo proveedor de sombra, para disfrutar de alguna pantomima chusca; por no hablar de los íberos, bizantinos y árabes que, antes y después, pasaron también por el mismo enclave.

Comparto con Agripina la idea de que es una verdadera suerte que el Teatro Romano esté ahí, recuperado, visitable, explicado en su magnífico centro de interpretación. Pero lo cierto es que, junto con la Alcazaba, el coso constituye una excepción: el resto de cuanto queda de la Málaga antigua, en la capital y la provincia, acusa un deplorable estado de abandono. Ahí están todos los restos fenicios cayéndose a pedazos desde Trayamar al Río Vélez, la colonia del Cerro del Villar tapada a cal y canto, Acinipo sometida sin remedio al expolio; por no hablar, remontándonos aún más en el tiempo, del sobrecogedor legado neandertal en La Araña, ahora al menos contado en su centro de interpretación pero necesitado igualmente de apoyos para la proyección y adecuación que merece como templo arqueológico de interés internacional. No crean, me conmueve ver a tanta gente sensibilizada por La Mundial; pero el día en que se dirija todo este activismo a reivindicar y promocionar el conocimiento del pasado de Málaga, tal vez habremos hecho lo que los gatos esperan de nosotros. No se trata (sólo) de edificios, sino de formar parte de algo. Con cariño.

stats