Al final del túnel
José Luis Raya
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Por montera
Kim Jong-un ha llorado. Y si el líder norcoreano llora y además lo hace frente a miles de mujeres durante una Conferencia de Madres estamos ante a otro aviso a navegantes. Somos testigos de una nueva estrategia social comunista de amenazante adoctrinamiento ciudadano. Si no adoras como a un dios a los líderes de la familia Kim es fácil que corras el riesgo de ser asesinado, torturado o tirado a la calle sin ningún derecho por ser considerado un traidor. En Corea del Norte no se andan con chiquitas y se mata por casi todo lo que hagas que tenga que ver con la mínima expresión de libertad. Estos días corre la noticia sobre un hecho que debió suceder en 2009, según Korea Future. Cuenta que un niño de 2 años ha sido condenado a cadena perpetua. Sin miramientos. La cuestión es que tres generaciones de su familia fue condenada a prisión de por vida por tener una Biblia en su casa. Kim Jong-un mata o condena a sagas enteras para aniquilar a los enemigos que no defiendan con fervor su revolución. Kim ha llorado esta semana frente miles de mujeres que mimetizaban con sus llantos a su amado líder por la bajada de la natalidad. Quiere niños sí, pero adoctrinados, de lo contrario los condena. Putin ha hecho el mismo llamamiento para que las rusas tengan siete u ocho hijos. Para el líder ruso el problema de la natalidad es la construcción de una sociedad que ha caído en el vicio de que una mujer quiera estudiar y tener una carrera en vez de preocuparse en parir niños. Es su teoría para convertir a la mujer en una fábrica de niños. De nada, aseguran, están sirviendo políticas de ayudas económicas para que las familias rusas y norcoreanas puedan afrontar los gastos de criar y educar a los hijos por lo que, en Rusia, volverán a prohibir el aborto y hasta amnistiar a las mujeres presas que se ofrezcan a tener hijos. Condenadas a las que advierten, volverían a prisión tras dar a luz. Estos dos líderes que tantas políticas y personalidades comparten coinciden en que las mujeres deben centrarse, sólo, en ser madres y cuidar a los maridos dejando de lado la posibilidad de que ellas estudien una carrera, tengan su trabajo, independencia económica y vital. Esto sucede a siete y nueve mil kilómetros, de distancia. No estamos hablando de siglos que nos separan en el tiempo. Sino de lo que sucede, ahora, tras ese muro levantado y por el cual no queremos ver una realidad que podría ser contagiosa. No es una serie de televisión que nos entretenga los domingos. Es una terrorífica realidad para conquistar una revolución social comunista por la que deberíamos estar llorando.
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