‘Manca’ nobleza

Si algo falta a la vida pública española es un mínimo sentido del decoro y fidelidad a la palabra

Desde que Miguel Arrufat me invitó a que escribiese del particular en Nueva Revista, llevo años reflexionando sobre la nobleza de espíritu. A empujones de delicadísimos encargos, porque a cualquiera le da pudor pontificar sobre la aristocracia, aunque sea la del alma o la actitud o la inteligencia.

No hubiese terminado de decidirme a poner mis reflexiones en orden de batalla, si CEU Ediciones no hubiese convocado un premio de inmejorable nombre, Sapientia cordis, de escogidísimo jurado, de magnánima dotación y con la promesa de una edición que será, más que cuidada, mimada. Era fácil detectar una afinidad electiva con los convocantes, pues la Asociación Católica de Propagandistas hace gala de un espíritu afín, providencialmente activo. El padre Ayala había sopesado la idea y reunido sus pensamientos análogos en el libro Formación de selectos.

Otro motivo, espaldarazo o empujón: la urgencia nacional. Si algo falta a la vida pública española, es un mínimo sentido del decoro, del compromiso con la palabra dada, de amor a los muertos, de responsabilidad con los hijos… Giulio Andreotti dijo una vez, preguntado por la política de España: “Manca finezza”. Hoy falta nobleza a punta pala. Para servir al bien común y para respetar a los votantes y a la propia conciencia.

De modo que, retando al dragón de mis perezas y mis pudores, me puse a escribir. Han querido los cielos que, a pesar del número y de la calidad de los presentados, me hayan concedido el premio, que, tras las celebraciones de rigor, siento ahora como una doble responsabilidad. Por un lado, que el libro esté a la altura de la ilusión de los convocantes, del jurado y de los lectores. Por otro, que yo esté a la altura de mi libro.

Se llama Ejecutoria y es, por tanto, una reflexión sobre la hidalguía, que es un concepto más español, más amplio, más necesario y más orgulloso quizá que aristocracia, aunque sin hacerle ascos a ésta. Hago gala de mi patológico optimismo, y creo, con Geoffroy de Charny, caballero sin tacha, que “nadie debería o puede excusarse de ser una persona de valía y lealtad, si quiere serlo”. O sea, que mi optimismo es un optúmismo, porque defiendo que en la mano de cada cual está ganarse la nobleza para la que ha nacido. Cuanto peor panorama haya para el optimismo, más optúmismo hará falta. El libro quiere lanzar esa llamada de socorro, y el premio ha puesto en mis manos un poderoso olifante.

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