Salvador Moreno Peralta

Manolo y la existencia capicúa

Un año sin Manuel Alcántara

Manuel Alcántara, en una imagen de 2015.
Manuel Alcántara, en una imagen de 2015. / Jorge Zapata / Efe

17 de abril 2020 - 07:15

Escribo estas líneas convencido de que no las va a leer nadie. Quizás Lola, Juan, Teo, Rafa, Paco, José Luis …y algunos más, porque no podemos pensar que Manolo tenía solo un círculo de adoradores; por lo pronto, todos aquellos que declaraban empezar el periódico por la última página, para leer su columna primero, aunque no siempre fuera cierto. De los géneros literarios y subgéneros afines, uno de los más tópicos es el de los obituarios y las efemérides, y entre el glosario de frases memorables de este grandísimo búho de las letras españolas estaba el de “no aburrir a Dios por encima de todas las cosas”. Aburrir hablando de Manolo es para que le maten a uno, de ahí la brevedad de este comentario al año de su partida.

Algunos privilegiados rompimos con Manolo la barrera de la admiración -que marca distancias- y entramos en el de la amistad, aunque ello impusiera una disciplina, la que exige el ingreso en una selecta hermandad: había que amar la vida, conseguir que chisporroteara en cada detalle, desde un soneto a un gol por la escuadra, desde Quevedo a Di Stéfano, había que saber reírse de todo y de todos, sin más frontera que la humillación, había que saber acompasar nuestro hígado al suyo, ser liberal acérrimo -en la acepción primera y quinta de la RAE- y, a ser posible, manifestar ese punto de cosmopolitismo que te daba el haber vivido las noches de Madrid en unos años difíciles que, como él decía, “eran los más nuestros”.

Sin ser muy conscientes estábamos empapados de Manolo hasta el punto de que, al afrontar cualquier situación, le teníamos como un verdadero vademécum vital. ¿Qué haría o diría Manolo en tal o cual situación? Pero me es difícil imaginarlo hoy ante esta tragedia que la misericordia divina le evitó. No obstante ya iba pregonando hace tiempo que había vivido una existencia capicúa: había nacido con una guerra civil y vislumbraba apesadumbrado que moriría con otra. Esto le producía una enorme tristeza a quien había dedicado su vida a combatir el odio. Este año sin verle lo hemos considerado más o menos como una ausencia transitoria. Ahora, ante el atronador ruido de la hecatombe y la envilecedora confusión de las redes, es cuando más falta hacía la sosegada lección de sus columnas. Leer en estos momentos a Manolo, sus artículos y poemas, es, en su intimidad, algo parecido a los aplausos en los balcones: un afloramiento de dignidad, un destello de grandeza humana, un acto de amor en tiempos del cólera. Y todo eso está muy bien, pero es entonces cuando te das cuenta de que ya no volveremos a almorzar juntos.

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