Hace muy pocos días que se cumplieron cuatrocientos siete años, desde que se produjese la muerte de quien luego fue conocido, entre otros, con los sobrenombres de 'El Manco de Lepanto' o -mejor- 'El Príncipe de los Ingenios', para quien civil y simplemente fuese don Miguel de Cervantes y Saavedra, autor que fue elevado al parnaso de las letras hispánicas, principalmente por su obra El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha -El Quijote-, obra que, si a decir de algunos sabios, pretendió ridiculizar las, entonces tan de moda, novelas de caballerías, que en verdad eran poco menos que devoradas por el -aún en aquel momento- exiguo, aunque ya creciente, número de lectores. El extraordinario y nunca igualado ingenio creativo de Cervantes, sobrepasó en mucho el alcance de esa pretendida -o no- meta literaria, presentando y consagrando una obra sin parangón, que es, al mismo tiempo, exégesis literaria del carácter del español supra temporal de tal agudeza y profundidad, que ningún otro autor, en las cuatro subsiguientes centurias, ha sido capaz de igualar en talentosa gracia, desbordante imaginación, ideal ensamble de relatos menores y descripción de costumbres o feliz lucidez en el análisis de comportamientos y modos de pensar de las gentes de este país, aún llamado España, pese a tanto grosero monigote, esforzado en el empeño imbécil de desmembrar este proyecto único en la historia que es la propia España y la Hispanidad.

Creo recordar que, en febrero del pasado 2015, se dieron por terminados los trabajos que un equipo de eficientes arqueólogos realizaron en una cripta, bajo de la sacristía, en la iglesia de las monjas trinitarias, en el barrio de las Letras, de Madrid, lugar en el que se sabía, documentalmente, que el insigne autor de tan azarosa vida, hubo de ser enterrado tras producirse su óbito, el 22 de abril de 1616, pese a que el primitivo templo fue sustituido, dentro del mismo perímetro conventual, a otro lugar y que sus restos, junto a los de otras varias -pocas- personas, se reunieron en un osario común donde, fueron dispuestos junto a algunos ornamentos litúrgicos en desuso y a una moneda de 16 maravedíes allí hallada, acuñada a finales de siglo XVII, en el reinado de Felipe IV y que coincide con el tiempo en que se reunieron los citados restos y se trasladaron al subsuelo del recinto eclesial del nuevo templo trinitario.

La verdad es que todos estos afanes investigadores no deben de pasar de constituir base principal de una efemérides que a muy poco material y tangible nos lleva, pues estando en el nuevo sepulcro los restos de don Miguel, dificultosamente se conocen cuales lo son con absoluta precisión y exactitud. Pero nos debe igual. Sabemos, pues, que allí están para ser honrados y su lujosa y admirable obra literaria sigue siendo leída hoy por todos y en cualesquiera idiomas con los que los hombres podemos -debemos- entendernos y comprendernos. ¿O no?

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