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Ignacio F. Garmendia
Vive Calila
EDMUNDO Paz Soldán, que estudió en la Universidad de Berkeley, en San Francisco, me contó que a mediados de los 80 vio al poeta Czeslaw Milosz en el parking de la Facultad de Lenguas Eslavas, y que estuvo a punto de acercarse a decirle algo, pero al final desistió porque le daba vergüenza molestar a un escritor con fama de raro y de cascarrabias (esa fama era inmerecida, desde luego, porque todo el mundo que trató a Milosz decía que era una persona muy amable). El caso es que Milosz había ganado el premio Nobel de Literatura en 1980, pero durante una buena parte de su carrera -entre 1950 y 1973, por ejemplo- sólo había podido tener unos pocos centenares de lectores en todo el mundo, casi todos ellos polacos exiliados como él. En Polonia, su tierra natal, sus libros estaban prohibidos. Y en Estados Unidos, donde vivía desde 1960, Milosz era "un oscuro profesor en un oscuro departamento" -como él mismo se definió-, ya que publicaba sus libros en una pequeña editorial de exiliados en París.
Pero un gran escritor sólo puede existir si es capaz de escribir sus libros sabiendo que sólo lo van a leer quinientos lectores. Y cuando estaba en su casa, en las colinas de Berkeley, Milosz pensaba que su destino era componer poemas para las gaviotas, mientras oía cómo sonaban las sirenas de los barcos, porque muy poca gente iba a enterarse de que escribía poemas. Lo que Milosz no sabía -o sí sabía- era que algunos de esos poemas figuran entre los mejores que se han escrito en el siglo XX. Y un día Milosz empezó a tener lectores fieles en todo el mundo, desde el papa Juan Pablo II hasta los escritores jóvenes que iban descubriendo su amor indestructible a la vida.
"La historia de mi vida es una de las más insólitas que he tenido ocasión de conocer", decía Milosz, y la verdad es que hay pocas historias como la suya. Vivió 94 años, durante casi todo el siglo XX, y a lo largo de esos años vio tantas cosas que acumuló una experiencia vital equiparable a cien vidas humanas. Milosz estuvo en la Resistencia polaca y vio cómo los nazis arrasaban el gueto judío de Varsovia. Fue traductor de las tropas rusas que entraron en Polonia. Durante una década fue diplomático de la Polonia comunista en París y Washington. Y luego, en 1951, después de un episodio rocambolesco que parecía un capítulo de Misión imposible, Milosz "rompió con el gobierno comunista", como se decía entonces, y pidió asilo diplomático en Francia. A partir de entonces se convirtió en un traidor o en un desertor, según decía el vocabulario inexorable de la guerra fría.
Ahora se ha publicado la mejor antología de Milosz en castellano. Se llama Tierra inalcanzable y es obra de Xavier Farré. Si quieren olvidarse del griterío del verano, no tienen más que buscarla.
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