LA decisión por parte de la Junta de Andalucía de imponer el desdoblamiento de género en cada expresión pronunciada y leída en las aulas ha acarreado toda la polémica política que se esperaba. No obstante, hablamos de lenguaje, y desde los sofistas (vía Shakespeare) sabemos que quien domina el lenguaje domina las voluntades. De entrada, que se hable de "alumnos y alumnas" puede contribuir a hacer visible el mundo de las mujeres, denostado en la cultura y en la vida diaria; es cierto que la RAE desaconseja esta fórmula y recomienda el uso del masculino genérico , pero un servidor detesta la policía del lenguaje en cualquier sentido, así que tampoco me parece mal que, cuando el docente lo considere oportuno, se ponga la norma en segundo plano en pro de una cierta consideración ética. Una cuestión bien distinta, sin embargo, es la imposición del desdoblamiento, que no garantiza per se la visibilidad de ese mundo femenino; éste, de hecho, puede manifestarse y respetarse, perfectamente, desde el empleo corriente del masculino genérico, porque lo que cuenta aquí, como en el amor, son las intenciones, y no los ripios. Más allá de la desconfianza hacia el criterio de maestros y profesores que revela la medida, el problema es que la Junta prefiere un lenguaje despersonalizado. Y esto sí es un asunto político.

Porque, independientemente de la gramática, no es lo mismo, por ejemplo, decir andaluces que, como se promueve ahora, población andaluza. Porque no es lo mismo ser andaluz que pertenecer a una determinada población, como no es lo mismo el andaluz nominativo que el calificativo: el primero es esencia, el segundo accidente; el primero es título, el segundo trance pasajero y además discriminatorio. Resulta casi enternecedor que la Junta pida ahora que en los centros educativos no se hable de políticos, sino de clase política; porque justo es esto lo que tenemos, una clase política que está por estar, en la que parece tener cabida cualquier presunto con estómago suficiente y con los escrúpulos bien rebajados; en lugar de políticos que sepan lo que hacen, valientes, capaces de transformar la realidad en dirección a los ideales compartidos de igualdad y justicia. De igual modo, muchos de los ejemplos servidos apuntan a la neolengua de Orwell: un canal aséptico en el que lo humano sea, finalmente, un suceso completamente extraño e indeseable.

Nunca ha sido tan necesario llamar a las cosas por su nombre, con un lenguaje útil para personas, no para votantes, simpatizantes ni contribuyentes. Ni para siervos: dime cómo hablas y te diré cómo obedeces.

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