El poder político en democracia se sustenta en la Constitución y en la garantía del Estado y su fuerza coactiva para hacer cumplir las leyes. Quién mejor entendió estos principios básicos del sistema democrático, fue el Rey cuando salió el 3 de octubre del 2017 en defensa, como su máxima representación, de la integridad del Estado constitucional. Reaparecen ahora las críticas de los que reclamaban su neutralidad entre quienes atacaron gravemente al Estado y las instituciones obligadas por imperativo legal a restituir el orden constitucional. En mi opinión, no tenía razón entonces, ni la tienen ahora: Felipe VI cumplió con sus deberes institucionales y, en medio de aquella confusión, sonó como la única voz adulta ante el desconcierto por unos sucesos que llevarían, una semana después, a Puigdemont a declarar de forma unilateral de independencia ante el parlamento catalán. Por todo ello, ahora que parece que crece en número de enemigos de la monarquía -especialmente dentro de su propia casa- conviene también recordar los buenos servicios prestados a nuestra democracia, de la que es un buen ejemplo la intervención de aquel octubre del 17.
La presencia de todo aquello sigue ahí, a veces en forma de farsa. Un día reaparece el fantasma de Puigdemont y todo se altera. El auge de la extrema derecha se explica, en buena medida, por las sombras que los hechos de aquel octubre proyectaron sobre nuestra sociedad. De la misma forma que, salvando las distancias, la gran recesión, el 15M o la corrupción, impulsaron la aparición de nuevos partidos que transformaron el mapa político del país. La crisis institucional que vivía la política nacional en aquellos años estimuló el salto al vacío del secesionismo. Desde entonces, la política catalana quedó congelada en aquel extraño momento. El secesionismo tiene la mayoría parlamentaria, tras unas elecciones en las que la mitad de los votantes se abstuvieron. Cataluña vive su particular bucle melancólico del que no parece que quiera escapar. En la década de los noventa CIU sostuvo a gobiernos de la nación de uno y otro signo, incluso alardeaban de su contribución a la gobernabilidad de España. Hoy, por el contrario, con otros collares, los mismos reconvertidos al independentismo ejercen de dinamitaros de la política española. Se podría decir, por la enorme influencia que desde aquel 1 O de 2017 ejerce en la política nacional, que Cataluña es hoy más española que nunca.
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