RELOJ DE SOL

Joaquín Pérez-Azaústre

Pepín Bello

LA noche que llegué a la Residencia de Estudiantes había una cena de bienvenida organizada para sus becarios con un protagonista de excepción: el antiguo residente Pepín Bello, mánager por un día del boxeador Luis Buñuel en un combate que no llegó a celebrarse nunca, agitador de la Orden de Toledo para la que posó en su día Salvador Dalí y compañero de cuarto de Federico García Lorca. La cita fue en Casa Ricardo, un santuario de vino y manteles de cuadros, azulejos y carteles de toreros, un lugar muy castizo y muy a lo Claudio Rodríguez, a quien también conoció. Nosotros aún estábamos con el síndrome llegada a la Residencia de Estudiantes, en el que el peso de sus personalidades históricas es tan acusado que el becario percibe un sobrecogimiento por el sitio, su pasado de verdad y la violencia de su interrupción, su luz profunda.

Sabíamos de Pepín que, como él puntualizó, a sus noventa y seis años ya era muy mayor para que le llamáramos Pepín, y que era el hombre sin obra cuya obra era él mismo, su memoria y su vida, todo lo vivido y lo olvidado, que era lo que después él mismo lograba reinventar con brío de urgencia. Casi daba apuro preguntar por toda esa legión de amigos muertos, por la Generación del 27, a la que puso imagen en Sevilla cuando los fotografió para el futuro, rostros del exilio y la poesía, del cine y de la música, de la política y la universidad nocturna interminable. Sin embargo, Pepín Bello hablaba de todos con calidez pausada, con detalle y entusiasmo, como cuando nos contó la tarde en que, mientras charlaba con Federico, apareció en la habitación Manuel Azaña para leerles a los dos unos cuentos que acababa de escribir. Lo hacía con naturalidad profesional, porque sabía que era lo que se esperaba de él, y así vertía su voz como imantada a su recuerdo vivo. Después, cuando hasta los directores se fueron de Casa Ricardo porque ya era muy tarde, Pepín Bello se quedó con nosotros, y fue entonces cuando comprendimos la grandeza humana de Pepín.

A las tres de la madrugada, en Chamberí, quedaba poco abierto. Acabamos en un bar con futbolín al que sólo faltaba un karaoke, pero allí nos fuimos con Pepín Bello, que seguía bebiendo whisky con agua de manera eficaz y reposada. Le escribimos poemas en la barra -recuerdo uno muy hermoso de Álvaro García, en el que le llamó "amigo suave"- y él los agradeció con emoción. No nos conocía de nada; pero, ochenta años después, él seguía ejerciendo de anfitrión en la Residencia de Estudiantes.

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