Cuchillo sin filo

Francisco Correal

Perdona si te llamo amor

31 de diciembre 2010 - 01:00

EL tren salía poco después de las once de la mañana por el andén número 11 de la estación de Santa Justa. Mi último viaje a Málaga antes de 2011. Tanto en el viaje de ida como en el de regreso dos días más tarde, las chicas que ocupaban los asientos adyacentes iban leyendo el mismo libro, Perdona si te llamo amor, de Federico Moccia. El mismo que leía Íker Casillas en las fotos que le hicieron junto a Sara Carbonero en una playa paradisíaca en su primera escapada tras el beso del Mundial.

Perdona si te llamo amor. La coincidencia es una bandeja de plata para mi particular balance del año en este día que es su punta del iceberg. Que perdone el tiempo si le llamo amor, porque su red de números es una tupida enredadera de afectos, de ausencias que llenan nuestro tiempo en un legado de lealtades. Se va el año del gol de Andrés Iniesta del 11-J, un contrapunto al maleficio del 11-S, del 11-M. Es una pura convención, pero sin ella caminaríamos sin rumbo. Los animales, tan sujetos a las calendas, viven sin calendarios.

Durante once años, mi padre biológico y mi madre política se felicitaban todos los 31 de diciembre. Compartían fecha de cumpleaños, una asimetría de cumplidos a la que puso fin el efecto 2000, el año que plegó las alas Pilar, mi suegra. Paco, el marido de mi madre, se desparejó un poco. Pilar Romero nació el último día de 1936 en Santa Olalla del Cala, en el límite de Huelva con Badajoz. Una Nochevieja complicada. Mi padre cumplía ese día once años. Por eso tal vez nos habló tan poco de la guerra civil y nos aficionó a leer los libros de la Segunda Guerra Mundial: porque la primera la vivió demasiado cerca, la padeció aunque fuera feliz en la guerra, como reza el libro de Chumy Chúmez, y la segunda era un decorado ficticio por aparentemente lejano. Mi suegra cumplió once años en 1947, el año que viene a España Evita Perón y que un toro acaba en Linares con Manuel Rodríguez Manolete. De la guerra de mi padre a la posguerra de mi suegra. A nosotros nos lo dieron mascado. Por ceñirme a ese guarismo mágico, el once, tan balompédico, puro Iniesta de 11 a 11, yo cumplo once años en pleno mayo francés. Yo no sabía qué era aquello, y eso que en las clases de don Pascual el segundo idioma era el de Molière, ya que el inglés era una excentricidad y además era la lengua del imperio que nos había birlado un peñón en el tratado de Utrecht.

La guerra, la posguerra y el mayo francés. Una transición evolutiva y nada traumática. De Evita a Massiel. Mi padre y mi suegra comparten el istmo de los últimos días, rodeados de vida por todos sitios menos por su propia ausencia que cada 31 de diciembre renovamos para certificar que quienes se van nunca se fueron del todo.

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