Pintor de iconos

Tenemos al alcance de la mano el anonimato que purificaría el exceso de egotismo del arte contemporáneo

Mantengo una apasionante conversación con unos jóvenes a raíz de lo que comentábamos aquí hace unos días de los artistas contemporáneos y que su criterio de calidad es por cuánto venden sus obras. Sin guita, no hay artisteo. Me preguntan de dónde arranca esto. De lejos. Se puede seguir el proceso por el que la firma del artista empieza a cobrar protagonismo y más y más, hasta desplazar a los criterios objetivos. La larga marcha del subjetivismo hacia el nihilismo.

La salvación, ¿estribaría en volver al arte medieval, donde al autor ni soñaba firmar su obra, que se conformaba con ser buena y ya? Hubo intentos de recuperar el anonimato del artesano, pero tenemos muy dentro el yo, y también tienen su mérito artístico el estilo propio, la voz reconocible, la evolución biográfica. Se trata más bien de encontrar el equilibrio y que la personalidad se ponga al servicio de la belleza y la verdad.

Pero el magnetismo de lo medieval nos embarga. Admiramos a esos canteros de catedral capaces de tallar con todo mimo el pináculo que allá arriba no verá nadie (salvo Dios). De golpe recuerdo que, en nuestra vida cotidiana y anónima, podemos ser canteros con su piedra a cuestas o pintores callados de iconos sin firma.

Cuando nos proponemos hacer de la vida una obra de arte, si lo intentamos, entramos en el arte antiguo. No vamos a echarle una firma a nuestro día redondo, que, además, desde fuera, nadie verá redondo; y que, si nos ufanamos, lo estropeamos.

Así que hemos de resignarnos al glorioso silencio de los artesanos de antaño que tanto añoramos hogaño de boquilla. ¿No estamos hasta el gorro del subjetivismo? Pues –irónica paradoja– somos los sujetos –sujetos al horario laboral y a las obligaciones cotidianas– los que podemos hacer arte sin regodeo, sin fama, sin focos, sin galerías de arte y sin sumas astronómicas por un ready made o una performance. Entre otras cosas, porque nada está ya hecho, sino que hay que hacerlo todo, ni se trata de actuar, sino de ser. Nadie nos va a reconocer como vidriera andante –variedad artística de don Quijote–, pero ya que nos gustaba tanto el arte anónimo y despreocupado de la gloria y de los réditos, aquí lo tenemos.

Si luego yo firmo un poema o una columna, y usted, un cuadro, y algún otro, una escultura, y alguien, una canción, seguro que la obra ya no resultará nada nihilista, por supuesto. Y será secundaria, en el mejor sentido de la palabra.

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