NO es normal que el fenómeno político más impactante que ha generado la democracia española en muchos años se disponga a hacer mutis en una confrontación electoral decisiva, las municipales de mayo de 2015, reservándose para otra más decisiva todavía, las generales del otoño de 2015 (aproximadamente, según decida Rajoy). Me refiero, claro está, a Podemos.
Veamos. Si Podemos, que era entonces un partido recién inscrito, con más visos de plataforma asamblearia que otra cosa, fue capaz de acudir a las elecciones al Parlamento Europeo de mayo pasado y de sacar cinco escaños, sorprendiendo a propios y extraños, no se comprende por qué rehúye presentarse a las municipales cuando ya llevará medio año constituido como partido con todos sus avíos, su líder indiscutido, sus estructuras orgánicas afianzadas, y la simpatía creciente de un amplio sector de los ciudadanos.
Se comprende menos aún porque sus dirigentes no han explicado los motivos de esa ausencia y de su llamamiento a los militantes para que se integren en las candidaturas de Ganemos y otros proyectos asimilados. Si no se presentan con sus siglas para preservar una virginidad que ya no tienen, malo, porque dejan huérfanos a los españoles que confiaron en ellos para el Europarlamento y a otros muchos electores potenciales que se han ganado en estos meses. Si su inhibición responde a una concepción vertical del asalto al poder (perdón: a los cielos) según la cual la prioridad es hacerse con el Estado y, desde arriba, ir implantando el cambio en cascada hacia las otras instituciones, peor.
Peor porque un partido político no es un fin, sino un instrumento para mejorar la realidad -y no hay realidad más inmediata y cotidiana que la de los vecinos y sus alcaldes- y porque la gente espera de los partidos que les vayan resolviendo sus problemas de hoy uno a uno, y no que les digan que esperen a la revolución nacional que los arreglará todos en el futuro.
Los enemigos de Podemos, que son muchos y poderosos, han esbozado otra teoría: no irán a las elecciones municipales por miedo a que sus alcaldes y concejales no den la talla y a que los ciudadanos comprueben que son como los demás, que pueden revelarse igual de mediocres, ineptos o, incluso, carne de corrupción. El discurso de la regeneración se destruiría solo. Si ése es el temor de Pablo Iglesias, mejor que lo supere. Las elecciones son la prueba de la verdad.
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