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Mi compañero de vuelo, que ha cumplido los ochenta, me comenta que si permanece mucho tiempo sentado se le duermen las piernas. Aloja una bala en la espalda desde chiquitito, tan pegada al hueso, señala, que no se la pudieron extirpar. El tiro a traición se lo pegó el padre de la que fue su primera mujer. Los dos se fugaron cuando él tenía 13 años y ella aún no los había cumplido. El progenitor de la cría, enfurecido, le disparó a los pocos días de escapar de casa, mientras éste trabajaba desbrozando un camino. Él era, ya a esa edad, un muy buen peón caminero, pero aquel oficio se acabó después del tiro. La fuga amor, sin embargo, le duró lo que dura una vida. La de ella, que murió demasiado pronto, en mala hora.
Perdió su tierra a un buen peón con aquel romántico balazo, pero ganó un artesano. Sobrevivido el lance, mi compañero se dedicó al trabajo del barro y la piedra, a la manera de cómo lo hacían las tribus manteñas que poblaron la provincia manabita, lugar donde él nació, muchos años después de que el chiclanero Francisco Pacheco fundará allí, en el Mar del Sur, la ciudad de Portoviejo. Él mismo, según me cuenta, ha encontrado objetos funerarios escarbando en las inmediaciones de su estancia. Algunos días, eso sí, escucha los golpes, tac, tac, tac, de los viejos espíritus mantas que allí habitan, aunque estos callan, rápidamente, cuando les regaña su espectral comportamiento.
La otra mujer a la que mi interlocutor amó tenía siete hijos cuando se conocieron. Con ella, la fuga fue en otro sentido, según él me confiesa. Él se fugó, digamos, de la fuga que ambos habían planeado. Suficiente es ya con un balazo, le dejé caer, así en broma, pero la razón de la espantá, me permitió saber, era más profunda y sabia. Dejar la copa a medias, darle carta de naturaleza a la vida no vivida, aquello incomprensible para el bravo y joven peón se convirtió luego, como diría aquel, en el argumento de la obra. Aun no sabe si acertó con esa retirada. No obstante, ya llegando al destino, donde le espera su hijo, y como para no darle razón a la melancolía, me comenta que ella vive y que tiene su casa en una parroquia no muy lejana a la suya. Con una mirada astuta, así como de trece años, me dice: no te creas que aún me corre la sangre por las venas. Y es ahí que le recuerdo cómo cantaba de bien Rocío Dúrcal La gata bajo la lluvia, y que tal vez venga al caso ese verso genial de la canción que dice: si alguna vez nos vemos por ahí, invítame a un café y hazme el amor. Y se ríe mucho, mi cuate, con la ocurrencia, porque siempre nos quedará un café y la ternura.
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