Al final del túnel
José Luis Raya
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Postrimerías
Algo más de un siglo después de la publicación original del Tartessos de Adolf Schulten, seguimos leyendo la gran obra que sistematizó, a partir de las fuentes literarias, bíblicas, griegas y latinas, lo que se conocía entonces de la primera civilización del extremo Occidente. Aunque altamente especulativa y superada con creces por las investigaciones posteriores, la monografía del historiador alemán, discípulo de Mommsen, es un libro de muy grata lectura y no ha dejado de ejercer su influencia, fundamental en la recuperación de un imaginario mítico al que el propio Schulten, con toda su erudición filológica, no fue en absoluto ajeno, inspirado por el halo de seducción que ya en la Antigüedad proyectó el emporio hespérico. Poco a poco, desde entonces, el mundo de Tartessos, para seguir mencionándolo por su nombre griego, ha ido pasando de los territorios de la leyenda a los de la historia, a medida que los arqueólogos descubrían piezas a veces discutidas, entre ellas las célebres que conforman el tesoro de El Carambolo, el llamado bronce Carriazo, de novelesca peripecia, o el jarro zoomorfo de La Joya, en las que a decir de los estudiosos los elementos tomados de la cultura fenicia se presentan singularizados por el sustrato indígena. Pero las novedades más sorprendentes no provienen ahora de la geografía bajoandaluza, sino de la extremeña. Los yacimientos excavados en las últimas décadas a lo largo del curso medio del Guadiana -Cancho Roano en Zalamea de la Serena o Casas del Turuñuelo en Guareña- están aportando evidencias arqueológicas de enorme relevancia, que no cuestionan el lugar central del valle del Guadalquivir en la cultura tartésica pero contribuyen a iluminar desde la periferia la fase más tardía de su desarrollo, entre los siglos V y IV antes de la Era. En el segundo emplazamiento citado habían aparecido ya un altar en forma de piel de toro, valiosas cerámicas, una bañera o sarcófago esculpido sobre un bloque de mortero de cal o los impresionantes restos de un holocausto. Y estos días se ha divulgado un hallazgo que nadie esperaba: los rostros de cinco cabezas, quizá relieves de un friso, que de algún modo nos permiten ver por primera vez a nuestros remotos antecesores. Es verdad que las sonrisas de las dos más completas -diosas o mujeres de rasgos idealizados- recuerdan a las de las estatuas etruscas o a las también proverbiales del arte griego arcaico, coetáneas y ahora hermanadas. En adelante, tendremos que hablar de ellas cuando se trate de las enigmáticas razones por las que sus delicados artífices esculpieron la curva de los labios.
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