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Estoy segura de que ustedes también lo habrán notado en carnes propias: el proceso de aceleración social, cultural y tecnológica que vivimos, de revoleados que nos lleva, nos saca de las casillas de ser humanos. Durante la pandemia, y a pesar de las fatiguitas que ésta trajo, pudimos sentir una especie de ficción de pausa. En apariencia, el ritmo del tiempo se remansó, lo que quizá a algunos desesperó más que el propio e inclemente encierro. Nos hemos habituado a ir a carajo sacao; lo que llaman tiempo real es una bazofia estresante. Deje de responder en tiempo y forma a sus wasaps, verá qué gracia: más de uno, contagiado por la ley no escrita de "ya es ya", le meterá bulla. La inminencia genera, cuando no estrés, una sensación de habitar en las trincheras.
A la aceleración hay que sumarle la dispersión: el plan es ir de lo uno a lo otro sin pausa, así en el trabajo como en el ocio tan poco ocioso que gastamos. Desde fuera reclaman nuestra atención -clickbaits, posts, notificaciones, tareas que son para ayer…- en un bombardeo incesante. Ahora, mientras leo un libro, hago mucho más zapping que antes (ojeando el móvil, por ejemplo) y, si me paro a observar mis propios pensamientos, los veo pasar a toda leche. En el ámbito de la actualidad, si a la aceleración y a la dispersión le sumamos que, uno, con las redes, opinar de todo, más que un derecho, pareciera una obligación, y dos, que estamos en frenético año electoral, la cosa adquiere tintes delirantes. Nadie acelerado, disperso y movido desde fuera de sí debiera tener poder sobre los demás. Y sin embargo…
En estos tiempos y a estos ritmos, revolucionario es lo que nos detiene o, al menos, nos desacelera el cuerpo y la cabeza. Esto y nombrar, para reconocerlos, los estresores que padece la sociedad. Porque -cito a Berardi- "más allá de cierto umbral, la aceleración de la experiencia provoca una reducción de la conciencia". Esto es terriblemente grave, y bien urdido, cero inocente. Dicho umbral hace un rato que lo hemos rebasado. Vamos como motos, y nos vamos a comer una pared.
A estas alturas, considero cultura, y buena vida, lo que me detiene y toca, no el consumo continuo de novedades; quedar con alguien no es un plan para socializar sino un asunto íntimo, y hacer un potaje a fuego lento resulta un ejercicio de resistencia. Sin ser punitivista, exijo que el código penal condene a tanto mangante de la calma y de los días. No hay tiempo más vivo que los ratos muertos.
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