LA Constitución ha cumplido treinta años. Para nosotros, los de entonces (yo tenía treinta años hace treinta años) España y su democracia son distintas a como las imaginamos. No es que las cosas deban ser como fueron soñadas, sino simplemente que deben ser mejor de lo que son. Nada queda de aquella España de los setenta. Pero, aunque no vivamos precisamente un tiempo de promesas, el país es ahora infinitamente mejor. Tenemos la fortuna de disfrutar una democracia consolidada. Aunque sepamos que algunas cosas han crecido torcidas y cada día que pasa será más difícil enderezarlas. Las libertades, los derechos, las garantías y las instituciones funcionan razonablemente. Pero la división de poderes, los medios de comunicación, los partidos políticos, el modelo territorial, etc. son aspectos de nuestra realidad que evidencian una inmadurez impropia de los treinta años. Además, hemos puesto más empeño en hacer Estado que sociedad y, probablemente, sea esa una de las causas del evidente desequilibrio entre la poderosa estructura institucional y nuestro frágil sistema productivo.

En aquel año 78, a las incertidumbres políticas se sumaban las consecuencias de la grave crisis económica que se inició a principios de aquella década. Entonces ya se hablaba de la necesidad de cambiar el patrón de un modelo de desarrollo basado en la construcción y el turismo. Debemos reconocer como un fracaso sin paliativos que tres décadas después esa tarea esté aún pendiente. Debemos preguntarnos porqué después de los profundos cambios sociales y económicos, de las enormes inversiones en capital físico y humano, hemos avanzado tan poco en este sentido. Es una buena oportunidad para analizar con rigor la realidad de la España de hoy. Necesitamos además hacerlo con una mirada crítica que supere esa inercia del pasado de simplificar los problemas a un esquema de Estado culpable y sociedad inocente. Eso, además es insano, es menos que una verdad a medias. No podemos ignorar que hay también una responsabilidad colectiva en el actual estado de cosas. Por ejemplo, es culpa de los gobernantes que nuestro sistema universitario esté situado a la cola de los países desarrollados, pero no podemos obviar la responsabilidad que tiene en ello la comunidad universitaria. Si los partidos cometen el grave error de no respetar la independencia del poder judicial, eso sucede en buena medida porque jueces y magistrados son cómplices de esas prácticas partidarias, etc. etc.

Treinta años después, el problema original es que los valores y los fundamentos de la democracia, incluso los más básicos, aún no forman parte de las costumbres y la cultura de la sociedad, y lo que es más grave, ni de sus élites políticas. Carecemos de ese patriotismo constitucional del que habla Habermas. Quizás, treinta años después, deberíamos volver sobre nuestros pasos para recuperar aquello que nos une, ya que precisamente es lo que nos fortalece.

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