La violencia en el ámbito escolar esta sin duda en vías de convertirse, si no lo remediamos, en uno de los males endémicos de nuestro siglo. Es rara la semana que no aumentan sus cifras con tristes episodios que hasta ahora, no hemos sabido atajar como debía ser en una sociedad civilizada. Un dato: sólo en un año y entre la población juvenil de trece a diecisiete años, el número de casos objeto de atención psicológica por violencia ha aumentado de manera exponencial. Supera ampliamente la barrera del millón de personas los que, sólo en Andalucía, se incluyeron en diversos programas relacionados con este tipo de conductas.

¿Qué está pasando? Reconozco que no he hurgado lo suficiente en esa herida para adivinar qué políticas son buenas y cuáles no tanto para conseguir que comience a cicatrizar. Pero confieso también sin tapujos que comienza a sonar a una concatenación de errores, o a una eternísima fase de prueba/ensayo, de la que no acierto a ver qué solución puede ser la correcta. Aumentan muy significativamente las políticas encaminadas a la erradicación de la violencia, aumenta la respuesta represora y el castigo de las conductas delictuales… pero también aumenta, como puso de relieve el Informe Andaluz de Violencia de Género, no sólo el número de casos, que ya de por sí es grave, sino las edades, cada vez más tempranas, de los jóvenes que se inician en este tipo de conductas.

Es evidente, que algo, algo mucho, falla. O no hemos alcanzado el grado de represión e intimidación necesarios, lo que, por mi carácter de jurista, dudo que así sea, o es que el fracaso de estas políticas sólo revelan nuestra absoluta incapacidad para atajar el problema, y que por encima de ellas, existen otros factores sociales y educacionales que privan de eficacia los múltiples intentos fallidos.

Estoy convencido. No hemos dado con la tecla, nos falta humildad para reconocer nuestro fracaso. Y digo nuestro, porque yo también estoy en el sector de los incapaces. No sé cuál será la solución, aunque sí que precisamente desde ahí, desde nuestra absoluta humildad, podremos articular lo que sin duda debe constituirse en la reforma social de mayor calado de nuestro siglo. Padres, maestros, escuelas, medios de comunicación, poderes públicos…

Reconocer nuestro fracaso, repito, comenzar a hablar sin ambajes, sin estereotipos, sin tabúes, sin ideas preconcebidas, sin imposiciones, sin menospreciar ninguna propuesta aunque pueda parecer a primera vista una vuelta atrás, sin censuras… sólo procurando entender qué lleva a los jóvenes a cometer este tipo de acciones, qué han visto en nosotros, qué han visto en nuestras escuelas, qué han visto en nuestros medios de comunicación, a qué grado de conocimiento deben acceder en cada fase educativa, bajo qué valores construyen su madurez a la vista de los profundos cambios sociales de nuestro siglo, qué podemos y debemos hacer para cambiar esos valores aunque para ello debamos incluso cambiar la cuenta de resultados de nuestra sociedad… no todo vale…

¿Quién sabe? A lo mejor desde ahí, quizá podemos comenzar a ayudar…

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