Tacho Rufino

Wagner

Gafas de cerca

Deconstruir el Estado y cederlo por partes a un tetris intrazable es barbarie

23 de mayo 2023 - 00:00

Quiero creer que a todo el mundo le pasa con algunas canciones: las utilizas ad hoc; te las pones según el momento y el estado de ánimo, o para intentar modificarlo a conveniencia. Aficionado pedestre e irregular a la música clásica, la Obertura de la ópera Tannhäuser, del compositor alemán Richard Wagner –y casi más una versión de Uri Caine– me llama en ciertos momentos de enardecimiento. Por ejemplo, al acabar alguna tarea con la que quedé contento o liberado, esa pieza me eleva un par de palmos de suelo, vigoriza mi pecho, de manera sana y oxigenante, o, dicho a lo Woody Allen, sin “ganas de invadir Polonia”. Hace años se decía que si una embarazada se sentaba en la butaca y ponía a Wagner, el bebé pataleaba en su vientre, mientras que si ponía a Vivaldi o Mozart todo resultaba plácido y cómplice (debemos entender que el terapeuta no se refería a fragmentos prestissimo o compases de réquiem). Viva la música toda, muera el sonido de la muerte, el silbido y el estruendo final de los misiles. En la guerra en curso hay otro Wagner, una organización siniestra. No está claro por qué es ese su nombre. Puede que por atribuir la condición de “nazi” a un músico que vivió y murió en el XIX.

Putin ha privatizado parte de su capacidad de guerra en Ucrania a un ejército de paramilitares, el llamado Grupo Wagner. El CEO de esta empresa, el oligarca afecto al propio Putin Yevgheni Prighozin, despide a sus soldados muertos en combate con un “Se os acabó el contrato”. No conviene ser hipócritas en lo tocante a Defensa. Servir en el ejército es una tarea tan noble como la de enfermero o cirujano: son necesidades que hay que prever y cubrir ante la amenaza, provenga el mal de la enfermedad o de un vecino codicioso, Si vis pacem, parabellum. La guerra es humana, dicho sea el adjetivo en su acepción más básica: su naturaleza es parte de la historia. Sólo por esa razón de esencialidad, el ejército de un país debe estar en manos del Estado. No de matones a sueldo, o de títeres de autócratas o, como todos decimos ahora por Putin, de “sátrapas”. ¿Que eso existe, que hay malvados totalitarios al mando, sobre gente sometida? Cierto. Pero valga esta reflexión triste y bélica para recordar que no es de recibo privatizar todo. Más aún cuando el proyecto más claro de sustituto de un Estado es hoy en día el capital flotante por el planeta, cuyo fin natural es la ganancia. Unas entidades que sirven para dar liquidez al sistema y apoyar inversiones y empleo donde no hay capacidad financiera: no más allá. No deconstruyendo al Estado por un intrazable beneficio.

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