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NUNCA se había producido en los medios políticos una expectación ante una encuesta de opinión semejante a la que existe sobre el barómetro de otoño del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), de inminente difusión. El máximo interés se centra en cuantificar el grado de deterioro de los grandes partidos tradicionales y, en paralelo, el nivel de respaldo que suscita Podemos, meses después de su irrupción exitosa en las elecciones europeas. PP y PSOE están pagando, sin duda, las consecuencias de la crisis económica que no termina de ver el final, la desigualdad social que se está agravando y, sobre todo, el cúmulo de escándalos de corrupción que protagonizan sus cargos públicos y dirigentes. A Podemos le pasa lo contrario: está a punto de sobrepasar a socialistas y populares, si no lo ha logrado ya, en intención directa de voto, y ello por su habilidad para convertirse en el partido de los indignados, todos aquellos que han perdido la esperanza en que PP y PSOE sean capaces de regenerar la vida política y dar respuesta a los problemas cotidianos de las clases medias y bajas. El problema es que Podemos no ofrece un programa que pueda ser debatido, sino un vago proyecto de eslóganes radicales y medidas inaplicables (jubilación a los 60 años, renta básica para todos, impago de la deuda, nacionalizaciones), además de un cuestionamiento profundo del régimen democrático salido de la Transición, al que considera origen de todos nuestros males por su complicidad con el franquismo, y una apuesta decidida por la democracia asamblearia y el papel preponderante de las vanguardias políticas. Un disparate para la sociedad española, en suma, adobado por una tendencia al hiperliderazgo y un manejo inteligente de las modernas formas de comunicación y propaganda. Pero será irrefrenable si los partidos democráticos no reaccionan, se regeneran, sanean sus estructuras y se ponen, en fin, al servicio de los ciudadanos a los que han decepcionado. Hasta el punto de dar alas a Podemos.

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