El año que no debió nacer

30 de diciembre 2025 - 03:07

Es sabido, aunque no comprobado empíricamente, que los humanos no tememos tanto al paso del tiempo como a sus fronteras. El fin del año, esa línea imaginaria que nadie ha visto pero que todos respetan, ha sido a lo largo de la historia un territorio fértil para el equívoco, la exageración y el disparate. Los años deberían nacer si vienen con un pan bajo el sobaco y retrasarse o ser abortado si los augurios no son nada buenos. Este 2025, por ejemplo, que acaba, nunca debió haber nacido. Así se ha hecho en algunos lugares. Veamos, los griegos antiguos, tan aficionados a clasificar lo eterno, desconfiaban profundamente de los finales precisos. El cierre del año no era para ellos un hecho, sino una hipótesis ritual. En ciertos textos atribuidos, por error de un copista, a Filón de Alejandría, se afirma que Atenas postergó el fin del año en más de una ocasión porque “los signos no estaban de acuerdo entre sí” (Sobre la vacilación de los días, pergamino ilegible). Este aplazamiento no era visto como fraude, sino como prudencia metafísica. Si el año siguiente iba a traer calamidades, ¿por qué permitir su nacimiento?

El calendario romano anterior a Julio César era, según Mommsen, “una obra de imaginación descontrolada”. El fin de año podía desplazarse semanas, meses o desaparecer momentáneamente. Macrobio refiere el caso de un magistrado que celebró el año nuevo antes de que terminara el anterior, por simple cansancio (Saturnalia, I, 14). Un epigrama latino, de cuya autenticidad dudan muchos dice: Tempus erravit, nos non (“El tiempo se equivocó, no nosotros”).

Durante la Edad Media, el fin de año no era un tránsito, sino una expulsión. Se creía que el año viejo podía resistirse a abandonar el mundo. El monje Anselmo de Brabante (posiblemente alter ego de otro monje desconocido) escribió que “el año, como ciertos pecadores, necesita insistencia” (De anno contumaci, cap. VII). No faltaron aldeas que, al no escuchar el toque final, repitieron la noche de fin de año por temor a haberla celebrado mal. O, cuando el calendario gregoriano eliminó varios días, el pueblo creyó haber sido víctima de una sustracción ontológica. Jean de Malheur recopila quejas de ciudadanos que exigían la devolución de “once días de existencia” (Traité des jours disparus, II-25). Ya en el XIX, antes de la hora universal, cada ciudad tenía su propio año nuevo. En consecuencia, algunos individuos celebraron varios fines de año en una misma noche. El cronista vienés Otto Klein relata el caso de un hombre que brindó cuatro veces y despertó sin recordar en qué año se encontraba (Über die Trunkenheit des Kalenders, 1898). No fue el único. Mi conclusión es que el fin de año no marca el término del tiempo, sino el momento en que el hombre finge comprenderlo. Albrecht Kronos (profesor universalmente conocido) escribió: “El año termina cada vez que decidimos creer que termina” (Punctuitas metaphysica, cap. XI). Vamos a celebrar la muerte de 2025, un año que no debió haber nacido. ¿O quizá, el malnacido no haya sido el año?

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