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Cinco años en política es una eternidad, pero son una breve nota al margen para un partido o un dirigente. Hace cinco años ahora, un partido -Podemos- asomó en unas elecciones europeas para comerse a un país. Una decena de profesores universitarios, jóvenes brujos de la política de salón, con cuerpos de hombre y emocionalidad de niños, supieron subirse a la ola de indignación que provocó la gran crisis en el país. Hasta se atribuyeron la abdicación del rey Juan Carlos. El histrionismo de su líder Pablo Iglesias, que convirtió su coleta en un símbolo, fue consumiendo como la carcoma la vara del olivo hasta convertirlo en un bonsái sin orden. Errores han tenido demasiados, pero el mayúsculo fue no apoyar la investidura que Pedro Sánchez había pactado con Albert Rivera: habría supuesto una salida más digna para Rajoy y la llegada de tres jóvenes políticos a una España regenerada. Pero estos nuevos políticos se agotan tan rápido como se desarrollan, llevan la obsolescencia programada por falta de cimientos en su fulgurante crecimiento. Susana Díaz ha durado poco más de cinco años en la Presidencia de la Junta, dos aliados consumidos en sus gobiernos, dos elecciones adelantadas, unas primarias perdidas, la eternidad. Quien también fuese la esperanza de una España sensata cuando Rajoy temblaba ante Cataluña y Podemos duró eso.
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