Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

El atún encarece el boquerón

Quien pierde es el consumidor final: el pez grande se come al chico, y al bolsillo de la gente corriente

Escuché la noticia y me pareció simbólica: las explotaciones del atún -un activo fructífero que con tanta agua empresarial riega a varias zonas costeras andaluzas- se han ido convirtiendo en intensivas. Como en toda industria, todo crecimiento conlleva pasivos. Los cada día más preciados túnidos se zampan con la avidez del pez grande a diversos peces chicos, de forma que bacaladillas, boquerones, sardinas, anchoas o caballas acaban en sus barrigas. Siempre ha debido de ser así, pero la industrialización pesquera del atún de almadraba -blanco, rojo de verdad, o enrojecido con remolacha- acelera la merma de estos pescaítos, que han sido tradicionalmente una parte de la dieta más popular de nuestra región. El efecto es natural económicamente. El pez chico se encarece en el mercado. Antes, el filete, el tataki, el tartar o el sashimi de atún con sésamo postergaron al encebollado o en tomate de toda la vida. Siempre me ha llamado la atención que los amantes contemporáneos del atún suelan decir "es que parece carne". Por qué no pide usted cerdo o vaca, se pregunta uno.

Simbólico resulta, pues, este proceso de incremento de la demanda del producto de la almadraba: el pez grande se come al chico, reza el dicho. Los gustos y las modas mutan con la apetencia a favor de corriente del consumidor de cierto nivel de bolsillo y novelería. No hablamos del más que solvente e histórico mercado japonés, sino también del doméstico. Permaneciendo más o menos constante la oferta, y ante la mayor demanda, sube el precio del bien. Pero no todo el mundo puede alimentarse de forma recurrente de un atún convertido en producto proteínico de alto standing; o medio, por no exagerar. Las deliciosas pijotas o los boquerones sufren la inflación de la atunara, sus empalizadas de redes, sus enormes anclas y sus magníficas manifestaciones económicas y arquitectónicas.

Con cierto malabar argumentario, cabe extrapolar este esquema de causas y efectos a una economía amenazada por la escasez energética sobrevenida, en una parte, por el gas ruso; en otra parte, por el cambio de ciclo brutal al que asistimos, y que supone la transición hacia energías alternativas. El daño es para el pez chico, y permitan la obviedad. Quien pierde es el consumidor final, que en su inmensa mayoría es víctima propiciatoria de toda crisis: del precio de la bandeja de frito variado y de la acedía del segundo plato del almuerzo, o de la cena de la familia. Y así cabe decir con casi todo, empezando por la factura de la luz y el cada día más impagable hecho de repostar en la gasolinera.

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