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Francisco I ha muerto. Y con él se cierra uno de los pontificados más desconcertantes de la historia reciente de la Iglesia. El juicio último le pertenece a Dios, pero el análisis humano –y católico– de su legado no puede eludir la severidad que exige la verdad. Porque Jorge Mario Bergoglio fue, sin duda, un buen hombre: cercano, austero, afable, bienintencionado. Pero fue un mal Papa.
No por maldad, ni por escándalos, ni por abusos de poder. Lo fue porque desnaturalizó el papel del Vicario de Cristo. Quiso ser un reformador moderno, un pastor global, un líder humanista, y olvidó que el Papa no está para seguir al mundo, sino para guiarlo. No está para empatizar con el error, sino para señalar la verdad con caridad y firmeza. No está para poner el foco en las periferias sociológicas, sino en el centro teológico de la fe.
Francisco habló más de ecología que de salvación, más de inmigración que de conversión, más de justicia climática que de justicia divina. Su magisterio ha estado marcado por ambigüedades calculadas, documentos confusos y silencios clamorosos. Amoris Laetitia abrió la puerta a la comunión de divorciados en situaciones irregulares, sembrando división entre obispos. El Sínodo de la Sinodalidad ha parecido más un congreso de sociología eclesial que una invocación del Espíritu Santo. Y mientras se multiplicaban las propuestas para bendecir lo que siempre fue pecado, se marginaba a los defensores de la ortodoxia, tratados como vestigios de un pasado oscuro.
No es que no haya tenido gestos nobles. Sí los tuvo. Visitó a presos, lavó los pies a refugiados, denunció la corrupción. Pero lo hizo siempre en clave política, como si la Iglesia fuera una ONG de inspiración evangélica, y no el Cuerpo Místico de Cristo. Su bondad personal no basta para redimir un pontificado que ha dejado una Iglesia más dividida, más ideologizada y más mundanizada que nunca.
Francisco quiso ser el Papa de todos, pero terminó siendo el Papa de algunos: de los que prefieren un cristianismo sentimental, horizontal, despojado de misterio. Perdió la ocasión de ser un renovador fiel. Eligió ser un agitador ambiguo. Y a fuerza de agradar a los enemigos de la Iglesia, desorientó a sus propios fieles. Los seminarios están vacíos, la liturgia hecha jirones, y el pueblo de Dios cada vez más confundido ante una jerarquía que habla con voz temblorosa. Su pontificado no ha sido ni martirio ni herejía, sino algo peor: el desdibujamiento. Un Papa que no quiso enseñar con autoridad, sino dialogar sin fin. Que se rodeó más de sociólogos que de teólogos, y que trató a la tradición como un estorbo del que había que liberarse para que la Iglesia fuera “más inclusiva”, más simpática, más adaptada a los tiempos. Como si la sal pudiera dejar de salar y seguir siendo sal. Por supuesto, habrá quienes lo eleven como profeta de una nueva primavera eclesial. Pero no ha dejado ni claridad doctrinal, ni unidad pastoral, ni fervor espiritual. Solo perplejidad. Fue un buen hombre, sí. Pero un mal Papa. Y eso, en la Silla de Pedro, no es un detalle menor.
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