Notas al margen
David Fernández
Del cinismo de Sánchez a la torpeza de Feijóo
UNO de los lugares más hermosos que conozco está en la costa del Alentejo portugués. Se llama Cabo Sardao y no suele aparecer en las guías turísticas. Allí sólo hay un faro, construido en los años veinte, y un campo de fútbol con la cancha de tierra que se levanta a diez metros de uno de los acantilados más escarpados que he visto en mi vida. En un tranquilo día de verano, el viento era tan fuerte que apenas podías sostenerte en pie. Además, los acantilados estaban a diez metros de una de las porterías, y cincuenta metros más abajo se extendía el Atlántico que rugía al estrellarse contra las rocas. ¿Qué recogepelotas podía atreverse a ir a buscar un balón que se hubiera caído allí abajo? ¿Y qué jugador podía dar un pase en medio de aquel viento? Antes de irme, les pregunté a unos niños qué equipo de fútbol jugaba en aquel campo. "O Sardao Futebol, senhor", me contestaron. Desde entonces soy hincha de ese equipo que juega en un campo que se levanta sobre uno de los acantilados más agrestes que he visto.
Pero lo más sorprendente de todo es que no había construcciones de ningún tipo en aquel tramo de costa portuguesa. Decenas y decenas de kilómetros en los que sólo había acantilados, playas desiertas y algunas caravanas que usaban los surfistas que se atrevían a meterse en el agua helada. Y ni un solo hotel, ni un solo edificio de apartamentos, ni siquiera una modesta hilera de adosados. Nada. Sólo el viento que rugía. Y el cielo por todas partes. Y el mar, el mar que nunca descansaba y llegaba hasta América. Nada más. Un desperdicio, quizá, pero también un milagro.
Por eso me indigna tanto que algunos comentaristas se burlen de la escasa competitividad de la economía portuguesa. Si Portugal fuera un país competitivo, toda la costa del Alentejo habría sido invadida por los campos de golf y las promociones residenciales que tan bien conocemos en la costa andaluza. Pero los portugueses no han querido hacerlo. No sé si es por amor al paisaje que conocieron sus padres y sus abuelos, o si es por ese pudoroso sentido de la discreción que hace que los portugueses procuren no llamar la atención (los chillones Mourinho y Cristiano Ronaldo parecen más bien españoles), pero el caso es que sólo el Algarve ha sido entregado al turismo, y ni siquiera así la han destrozado del todo (aún quedan maravillas como Cacela Velha). Y el resto del país sigue intacto. Ahora sabemos que Portugal está casi en la bancarrota, igual que Irlanda. Pero pienso en ese campo de fútbol que hay en Cabo Sardao, y me digo que un país así se merece la admiración en vez de las burlas. Así que ahora permítanme que grite desde la cancha, aunque sé que el viento no dejará que se oigan mis palabras: "¡Viva O Sardao Futebol! ¡Viva Portugal!" .
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