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calle larios

Pablo Bujalance

Una conexión marítima

Ya que Málaga es una ciudad inteligente, picassiana, cosmopolita, beatona y de Champions, ¿no podría ser también mediterránea? ¿Quién se beneficia de que la raíz original se haya perdido?

EN el último Calle Larios me lamentaba, como un Jeremías de pacotilla, de que en Málaga el mar no se ve ni en el Muelle Uno. Y aunque alguno pareció sentirse ofendido, hoy pienso ponerme pesado. Es evidente que el que ideó los dichosos chiringuitos de la Malagueta debe pensar que el mar es una cosa muy fea y que es mejor taparlo. Pero lo mismo pensaban quienes dieron por bueno el paseo marítimo hasta los Baños del Carmen: el que quiera perder el tiempo mirando las olas, que se juegue la vida. Para asomarse mínimamente al azul hay que salir del centro e ir a Huelin o a El Palo, con lo que el centro de Málaga, uno de los pocos núcleos urbanos de esta categoría en toda Europa que puede presumir de tener acceso a mar abierto, queda exento de semejante privilegio porque sí, porque queda mejor un río seco. Por cierto, el alcalde ya ha manifestado su intención de plantar rascacielos en la desembocadura del Guadalhorce y en otros puntos del litoral, con lo cual, para ver el mar, habrá que tomar un helicóptero. Pero el asunto este del secuestro marítimo supera, con mucho, lo que queda a la vista y lo que no. Al ocultar el mar, se oculta una historia y una identidad. Y es posible que la tendencia de Málaga a considerarse huérfana y a mirarse a sí misma como si nada notable hubiera ocurrido en su territorio en los últimos tres mil años tenga que ver con esto: con que el mar, estando ahí, queda muy lejos.

Hace poco fui a almorzar a un restaurante de ésos que ofrecen gastronomía mediterránea. El humus estaba delicioso, pero me llamó la atención la conversación que mantenían el camarero, de evidente origen magrebí, y un cliente. El primero contaba que había ido a ver las procesiones de Semana Santa con su hijo, que al parecer había nacido en Málaga. Cuando una Dolorosa pasó frente a ellos, el niño preguntó a su padre: "Papá, ¿por qué todas las Vírgenes lloran?". Y el padre, que delataba así su carencia de vínculos con el cristianismo, respondió: "No sé. Igual es que a toda esta gente le gusta llorar". Su hijo respondió entonces: "No, papá, ¿cómo va a ser eso? ¡La Virgen llora porque han matado a su hijo!" El camarero dijo entonces así al cliente, mientras reía: "¿Qué te parece? Resulta que ya lo sabía. Y yo no tenía ni idea. Deben habérselo enseñado en el colegio". Yo también reí y pensé que en Málaga, afortunadamente, vive gente de muchos sitios, que tal vez mantiene interpretaciones distintas de aspectos puntuales de la vida pero que, igualmente, coincide por lo general en lo fundamental: en que el otro, más allá de lo que le distingue, cada vez se parece más a uno mismo. Y entonces caí en la cuenta de que Málaga ha sido, desde su fundación, precisamente eso: un lugar en el que mucha gente llegada de muchos sitios ha estado obligada a entenderse. Es decir, la conversación a la que acababa de asistir como testigo era un símbolo fidedigno del devenir de la ciudad, una presencia continua de símbolos e historias que todos, creencias y adscripciones aparte, han sentido como propias. Fenicios, griegos, cartagineses, romanos, bizantinos, árabes y cristianos han campado por aquí con desigual fortuna, y ha sido el mar el que ha trazado esa diversidad convertida en singularidad. Y siempre me ha llamado la atención el modo en que Málaga ha preferido mirar para otro lado cuando se ha puesto esta evidencia sobre la mesa. Basta dar un paseo por Cádiz más adentro de Puerta Tierra y la fundación fenicia sale por todas partes, con orgullo y determinación. Córdoba y Granada han basado buena parte de sus planes estratégicos en el asunto de las tres culturas (asunto mitológico donde los haya, cierto, pero bienvenido sea el mito si se trata de sacar provecho. También en Islandia afirman que los elfos vigilan los caminos, y muchos van todos los años a comprobarlo). Pero en Málaga, no. En Málaga hay un Teatro Romano y sólo ven que hay un Teatro Romano los turistas. Si a alguno le da por decir que Málaga fue una ciudad decisiva en el Imperio, lo más probable es que le ordenen callarse, por pelma.

En los últimos años, esta ciudad se ha propuesto definirse a sí misma, como ocurre a menudo, en virtud de su relación con otras. Y así se ha colgado apellidos como inteligente, tecnológica, amiga de la infancia y demás. Convoca semanas culturales dedicadas a Japón y Corea y organiza certámenes poéticos en colaboración con el Dickinson College de Pensilvania. Promociona sus virtudes turísticas a alemanes, rusos e ingleses y compra en Ikea. El alcalde contrata a asesores estadounidenses para que se encarguen de la promoción internacional y a expertos franceses (del interior, nada de corsos) para la Capitalidad Cultural. Pero no existe, hoy día, ningún rasgo político que defina a Málaga como ciudad mediterránea por más sus calles pregonen lo contrario. De acuerdo, es cierto que el Mediterráneo está que arde entre las Primaveras Árabes y el hostigamiento de los mercados financieros a los países del sur de Europa. Pero precisamente por eso estrechar lazos con los vecinos reales puede traducirse en más oportunidades. Convendría volver a mirar al mar. En él, nada nos es ajeno.

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