Hace diez años no recuerdo que hubiera este debate, quizá porque el día a día no estaba tan troquelado por las plataformas donde se habla más que se escucha (Twitter, Telecinco). Pero lo cierto es que el cambio o permanencia en la década ha sido capaz incluso de hacer olvidar a Vox por momentos. Más allá de opiniones, ha resultado fascinante la cantidad de elementos en el debate. Que si del siglo I a.c. se pasa directamente al I d.c., que si Jesucristo nació el 25 de diciembre y no el 1 de enero, que si en octubre de 1582 desaparecieron once días del calendario por el reajuste con el año trópico, que si es un asunto religioso y no matemático, que si una década no es un decenio. Tanto parlamento artificial y el propio nombre me han llevado hasta el decadentismo, una corriente surgida en Francia en el siglo XIX que postulaba lo opuesto a lo que sugiere su nombre: el arte por el arte, la forma por encima de la su naturaleza. Es decir, el postureo ya se cultivaba hace 200 años; y no se me ocurre un debate más decadente que el de la década.

La hayamos cambiado o no, cada vez que se arranca la última hoja del calendario numerosas personas se colocan en la misma casilla de salida. Y allí el pistoletazo de salida son los propósitos del nuevo año, que no son sino chivatazos de insatisfacciones. El ser humano se pregunta constantemente si hace lo que debería a su edad. Y, claro, con esas dudas en el eje de abscisas y la sensación de cómo avanza el tiempo en el de ordenadas, las coordenadas dibujan una gráfica propia de un seísmo.

El primer paso para no hacer algo es decir que lo vas a hacer, esa es la gran realidad del inicio de año. Luego, el mundo se va moteando con Peter Panes y Benjamins Buttons: cincuentones comprándose la ropa en la tienda a la que deberían ir sus hijos, pues da mucho miedo ver más arena en la parte de abajo del reloj que en la de arriba; niños que descubren lo jefe que es fumar, que beben por imitación del macho alfa o que quieren adelantar sus vivencias porque a los 16 no se tiene dinero, independencia ni legalidad.

Luego está el problema del espejo. Vivimos en continua comparación con nuestros pares. Para no ser la oveja negra, para alimentar nuestro ego, para seguir siendo yonquis de nuestro inconformismo. Es un examen diario y agotador. Y todos nos preguntamos que cuál es nuestro sitio. Hay quien lo hace de manera recurrente y quien se aferra a ello como morfina tras un batacazo considerable. Quien lo resuelve jugando a la segunda juventud, sin importarle que sus códigos chirríen ante los que la disfrutan por primera vez, quien se cuestiona todo su sistema cuando fallece alguien cercano (aunque a muchos esas preguntas se les esfumen una vez acabado el entierro). Quizá solo sepa estar en su sitio el que entienda que el camino a veces se hace andando, otras corriendo; que cada cual tiene su propia zancada; que el camino es de todos. Y quien asimile que no hay mejor mapa para el camino que no saber cuándo se acabará.

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