Las dos orillas
José Joaquín León
Sumar tiene una gran culpa
Se trata de una de las actitudes más curiosas de las que podría hablar o reflexionar. Sin duda, se considera como una postura inmadura que culmina en la adolescencia y que es verdaderamente sintomática de mentes poco dadas a la empatía, la cordura y la sensatez. Lo más sorprendente es que se prolongue hasta la madurez o la vejez: pareciera más bien un sello personal con el que se nace. Efectivamente, hay personas con un alto concepto de la autocrítica y suelen dar el primer paso: pedir perdón aclarando el desaguisado. Saltándose los típicos escollos de la soberbia y el desbordante amor propio. En ocasiones, el primero en pedir perdón es el que entra en una dulce liberación y equilibrio, en tanto el otro, cuya arrogancia es altamente venenosa, considera que su contrincante se ha rebajado, ha reconocido el error y por consiguiente el vanidoso ha ganado la batalla: su supuesta batalla. Me gustaría entrar en esa mente, vanidosa y egocéntrica, donde el mundo ha de girar permanentemente a su alrededor.
Antaño, en los oscuros pueblos de la Andalucía profunda, por ejemplo, familias enteras dejaban de hablarse por problemas con las lindes, el ganado, la casa o la herencia; bueno, no tan antiguamente, el ser humano sigue cometiendo las mismas torpezas y padece las mismas taras. Dejarse de hablar era y es la solución más fácil y recurrente; y, seguramente, también la más cobarde, ya que no soluciona nada y enquista el problema. Lo más asombroso de toda esta maquiavélica maraña es que, en ocasiones, no existe tal problema, sino que todo se ha cimentado sobre un absurdo malentendido que ha ido engordando como un viscoso trol. Este caso me lleva a pensar que una de las partes escondía cierto resquemor que fue alimentado vergonzosamente, quizás por envidia o insatisfacción personal, hasta transformarse en eso que se denomina “odio”. Por lo que el rencor subyacente se pasea inalterable por la mente delirante del soberbio.
He de puntualizar que, ese que retira la palabra o el saludo, oculta algo que es muy difícil de sostener o defender, ya que la incoherencia cae por su propio peso. Esa persona es incapaz de sentarse y aclarar las cosas porque no sabe cómo hacerlo, sobre todo si el otro dialécticamente le puede tumbar toda su pringosa e insostenible argumentación.
Para ellos es mejor dejar de hablar, ya que la soberbia les impide aclarar esa menudencia o ese malentendido que les revuelve las tripas. Entre tanto, van mascando ese rencor que es como un veneno letárgico, lóbrego y lisérgico al mismo tiempo.
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