Al final del túnel
José Luis Raya
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Quousque tandem
El siglo XX nos convirtió en urbanitas. Dos tercios de los españoles vivían en zonas rurales a su inicio y no llegaban a un quinto a su fin. En la década de los cincuenta, la masiva emigración desde las zonas rurales más deprimidas supuso el punto de inflexión en una estructura poblacional, económica y social que se había mantenido durante siglos. Y si en 1950, casi el 30% de nuestro PIB estaba relacionado con el sector primario, hoy no alcanza el 3%. Y es así en todo el mundo. Casi tres quintos de la población mundial, que se ha duplicado en los últimos cuarenta años, habita ya en zonas urbanas. Curiosamente, en ese mismo periodo el peso económico del mundo rural ha caído hasta el cuatro por ciento. La mitad que en los años ochenta.
Añadido a ello, las ciudades han cambiado radicalmente. No hace tanto, era habitual encontrar en muchas de ellas, sobre todo en las medianas y pequeñas, vaquerías o huertos junto a las zonas de expansión y en ocasiones, incluso dentro del casco urbano. Algo que queda en la memoria de pocos. La separación entre la ciudad y el campo ya no es una leve línea representada por una acequia. Son dos mundos separados. Quienes vivimos en la ciudad no tenemos más experiencia directa respecto a la naturaleza que la que puedan suponer parques y jardines. Los niños no aprenden el nombre de árboles, plantas o pájaros. No diferenciaríamos siembra de planta, ignoramos cómo se ordeña o se pastorea y seríamos incapaces de identificar o nombrar una sola de las herramientas que nuestros abuelos usaron para abrir surcos o segar el trigo. Para nosotros, urbanitas, el campo ya no forma parte de nuestra cotidianeidad. Se ha convertido en un decorado cinematográfico o un lugar exótico al que ir de excursión o a pasar unas vacaciones.
Pero ni una casa rural se parece mínimamente a una explotación agrícola o ganadera, ni la fruta cae del árbol envasada para colocarse en el lineal del supermercado. Ese desconocimiento generalizado nos lleva a un continuo error en la apreciación de los problemas que supone alimentar a casi ocho mil millones de seres humanos. Cuando no al soberbio desprecio ignorante del urbanita frente a quienes le dan de comer. Porque ese es, una vez más, el auténtico desafío de la Humanidad. Amén de que olvidamos que si todo se tuerce para mal, y así nos lo enseña la historia, sobrevivirá quien tenga un huerto que labrar y un corral del que proveerse.
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