la tribuna

Juan Cano Bueso

La destrucción de la opinión pública

LA utilización de la televisión como elemento de movilización y de influencia en las preferencias electorales condicionó en la campaña presidencial norteamericana de 1960 la elección de Kennedy frente a Nixon. Desde entonces, la llamada telecracia ha venido modificando el comportamiento y el mensaje de los líderes, sabedores de que ese potente medio se mueve por unas técnicas escénicas y estéticas que impactan sobre el discurso político. Fue también la primera ocasión en que se utilizaron los ordenadores a través de un modelo informático que estaba en condiciones de predecir el resultado de los comicios. El programa consistía en unos trabajos previos basados en escrutinios anteriores y en datos demográficos, profesionales, modos de creencias religiosas, tipos de raza y otros de diversa factura. La sorpresa surgió cuando empezaron a escrutarse los primeros votos y se constató cómo el ordenador estuvo en condiciones de predecir el resultado y la victoria de Kennedy.

Surgió así la sondeocracia, es decir, la participación permanente de los ciudadanos a través de sondeos de opinión a cuyos dictados se van modificando los programas de los partidos políticos y los estrategas de campaña van perfilando el discurso y la imagen del candidato. De esta manera, el programa político se vacía del inicial contenido -suponiendo que lo tuviera- y adaptando permanentemente a las demandas de los ciudadanos. Se trataría de algo parecido a la construcción de la idea de interés general o voluntad general a golpe de estudio de opinión pública. El programa ideológico tradicional cae en desuso y es sustituido por un concepto importado del derecho privado: el contrato con los ciudadanos.

El siguiente eslabón en la transformación de la democracia puede venir de la mano de la telemática, es decir, a través del conjunto de técnicas y servicios en los que interviene la telecomunicación y la informática. Personas no especializadas tendrán la posibilidad de acceder a sistemas de comunicación e información antes sólo reservados a especialistas, lo que se consigue mediante el acceso generalizado a potentes redes de telecomunicaciones conectadas a centros de servicios que ponen a disposición de los usuarios bancos de datos, mensajes o programas específicos.

A partir de estas posibilidades, fácilmente se comprenderá la tentación plausible de dar un salto cualitativo en orden a la participación política, lo que podría venir de la mano, sencillamente, de la conversión del domicilio convenientemente informatizado en una permanente cabina electoral. Si la revolución tecnológica recluye al individuo y suplanta a la tertulia política, a la libre formación de la opinión pública, a la amplitud de criterio y de juicio, el individuo aislado de sus conciudadanos es un elector sólo aparentemente libre, pues estará prisionero del cordón umbilical que le une al acceso a la información, dependerá para la formación de su juicio de las redes de comunicación que bien podría suministrarle una realidad por completo virtual, cuando no deformada o censurada. Cuestión ya denunciada por Habermas cuando advertía de la precariedad del ámbito de la privacidad invadido por la industria de los medios y de la propaganda comercial regida por las técnicas de la public relations, determinantes para entender lo que el teórico alemán denomina la "refeudalización" de la sociedad industrial avanzada.

La gran ficción consistiría en aparentar que los electores son tratados como ciudadanos y no como consumidores, que el único norte es la búsqueda del interés general, cuando la realidad enseña que el marketing nos regresa a formas preburguesas de la representación política, donde el momento de la racionalidad forjada a través de la opinión pública se ve sustituido por la aclamación plebiscitaria de una masa que previamente ha visto invadida y destruida su intimidad y privacidad. El deterioro creciente del proceso de creación de opinión pública que se produce en el marco del Estado social es evidente respecto del Estado burgués de Derecho donde la emisión del voto era considerada tan sólo como el acto de conclusión de una disputa pública con argumentos y contraargumentos.

Por cuanto la información masiva no garantiza el conocimiento, no es posible desconocer que la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos, en tiempos de la revolución tecnológica y cibernética, ofrece posibilidades ilimitadas pero también riesgos inconmensurables. Las vicisitudes no se extienden sólo a la participación de los ciudadanos en las elecciones periódicas para elegir a sus representantes. Resulta que con los sistemas informáticos disponibles nada impediría adentrarse en un proceso político en que los electores fuesen permanentemente consultados para decidir cuestiones de la gobernación ordinaria a través de una suerte de referéndum permanente.

De esta manera, podría pensarse alcanzado un viejo paradigma democrático: la participación inmediata y permanente de los ciudadanos en los asuntos públicos y, por tanto, la democracia directa hecha realidad. La vieja utopía de Rousseau se habría cumplido al fin. Los gobernantes consultan cuantas decisiones estiman pertinentes y conocen con inmediatez y exactitud la voluntad del cuerpo electoral. Este plebiscito cotidiano haría realidad una permanente reactualización del viejo contrato social. La tarjeta magnética y el voto electrónico habrían convertido a la vivienda en una urna de cemento y habrían sustituido a la democracia representativa por la democracia domiciliaria.

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