Postrimerías
Ignacio F. Garmendia
Zamiatin
CASI todas las noches, cuando vuelvo a casa desde la redacción, encuentro a un grupo de jovencitos sentados en los bancos que durante el día ocupan los jubilados en el Jardín de los Monos. Ocurre a veces que estas criaturas larguiruchas, canijas, de mirada fija al suelo, gorras favorables a la introspección bajo la luz de la luna y frentes picadas de acné, ocupan los bordillos aledaños y, cuando uno pasa por la acera, casi no tiene más remedio que enterarse de lo que hablan, porque, por más que por las pintas parezca que prefieran ocultarse, cuando se trata de charlar lo hacen a voces. Un servidor tiene además la manía de viejo de husmear donde no le llaman, pero al menos así saca uno material para escribir algunos artículos. Hace un par de semanas eran sólo dos chavales los que había allí plantados, tan tiesos como los naranjos que rebosan de azahar por estas fechas. Y conversaban con buen ánimo, cerca ya de la madrugada, con las manos metidas en los bolsillos y esa manía de asentir y responder a todo con movimientos precisos de barbilla. Pasé a su lado y escuché cómo uno decía al otro lo siguiente: "Sí, las religiones ya sabemos lo que son, pero ¿quiénes son los únicos que les han plantado cara? Los filósofos, tío, los filósofos". De inmediato me pudo un arrebato de humor negro y pensé: he aquí otro candidato al suicidio. Pero no pude evitar, tampoco, un arrebatado sentimiento paternal hacia aquel pasmarote que, a aquellas horas, ya debía estar en casa para tranquilidad de sus legítimos progenitores. No era mal asunto sobre el que debatir para la noche de un martes, desde luego. Resulta, vaya, que por más que algunos armen toda una ley educativa para restringir las humanidades en el curriculum a lo anecdótico, y por más que tantos piensen que la filosofía es cosa de chalados, todavía hay espíritus ingenuos que se interesan por estas cosas. Lo cierto es que conozco a algún que otro acólito de la edad del pavo que se ha quedado prendado de Nietzsche cuando lo ha estudiado en el instituto, algo que nos ha pasado a más de uno. Y sí, también alguno de ellos es practicante del botellón y de otras insalubres costumbres noctámbulas. Pero, por más que los apóstoles de la tecnocracia que siguen en el trono desde la Logse afirmen lo contrario, las personas no son entes macizos que puedan encajarse fácilmente en las estanterías y archivos del diagnóstico. Que cada uno es de su padre y de su madre, y que en todos, en mayor o menor grado, abunda la contradicción.
Ahora, el informe PISA vuelve con las rebajas a decir que los adolescentes españoles no sólo andan fatal de inglés y además no saben hacer la O con un canuto; es que, al parecer, también son unos inútiles a la hora de resolverse en cuestiones cotidianas, de andar por casa. Nuestros virginales mastuerzos tienen problemas para guiarse con mapas, aclararse con el cambio en las compras y hasta programar un mp3 (cosa que me extraña, la verdad: si algo se le da bien a esta gente es toda esa cacharrería infame). Es decir, que nadie en su sano juicio les mandaría a por el pan. Y bueno, no sé, a mí todo esto me parece ya rizar el rizo. A lo mejor si soltáramos a Umberto Eco en la Misericordia, le diéramos un plano de la EMT y le pidiéramos que llegara a Ciudad Jardín, el hombre se las apañaba bien; pero sospecho que no se complicaría la vida y tomaría un taxi. Y a ver quién sería el guapo que le pusiera pegas. Pretender que los adolescentes, sean españoles o polacos, no parezcan recién caídos del guindo, es como pedir peras al olmo. Al final, volvemos a lo mismo: comparar los resultados educativos entre países es un fraude que nuestro Ministerio de Educación nos ha servido en caliente y sin gaseosa. La única comparación realmente evaluable y digna de confianza sería la del propio sistema educativo español respecto a sí mismo, con la perspectiva que da el tiempo. Pero semejante cálculo chafaría el negocio a más de uno: los mismos que se quejan de que el sistema educativo es un desastre son los que se indignan por que tanta gente pretenda entrar en la Universidad. Yo, que estoy casado con una profesora y sé de las dificultades de la profesión, confío aún en esta generación. Aunque sea por los filósofos, tío.
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