Notas al margen
David Fernández
Del cinismo de Sánchez a la torpeza de Feijóo
QUIENES gobiernan aquí son los gatos. Esta mañana hay cuatro encaramados en el muro norte del mayor solar de la calle. Son peludos, rollizos, no parecen sufrir penurias. Un quinto, negro como la pez, trepa con la agilidad que le corresponde y se une al grupo. Se relamen, toman el sol de invierno y se quedan mirando. Parecen tener hecho el trabajo del día. En el mismo solar crecen salvajes eucaliptos y otros árboles, además de otras matas que, por el momento, camuflan el muro sur. Tras los gatos se alzan las casas habitadas, y en sus paredes quedan los azulejos de las que se vinieron abajo, adheridos como insectos, una intromisión ilegítima. Son azulejos partidos, vistosos, brillantes, grises y azules. Restos de baños y cocinas que existieron a esta altura y que conservan, extrañamente impregnadas, las sombras de sus viejos usuarios. Hay otro solar justo al lado. La norma es la misma: destrucción y floresta, como en un paisaje escrito por Sebald. Entre ambos resiste un pequeño callejón con el suelo empedrado que remite a una Málaga antigua, la que ofrecía tal incomodidad al pie y transitaba, seguro, y por tanto, más despacio. Hay una moto aparcada en el callejón. Las casas de esta pizca urbana olvidada de todas las miradas piden una reforma a gritos. Aquí vive gente. En otra casa, en la otra acera, con una fachada repleta de más azulejos según el espíritu lisboeta de Alfama, se abre una puerta. El edificio tiene una altura de tres plantas. Las dos superiores anuncian una ruina inminente. A través de la puerta que se ha abierto casi en la misma acera se accede directamente a una cocina. Hay cucharones y otros utensilios metálicos colgados de una barra. Un hombre discute dentro con una mujer mayor. Se dispone a salir. Duda. Quiere decirle un par de cosas más. Por la misma acera bajan una mujer joven, vestida con una falda muy corta y un abrigo raído, y un mozalbete de no más de diez años con una camiseta de Spiderman que resulta ser su hijo. La joven habla al crío a gritos y le dedica palabras muy duras. El niño baja de la acera, camina cabizbajo y le da patadas a una piedra. Para moverse por este tramo, justo a la espalda del Teatro Cervantes, hay que tener cuidado con los excrementos caninos. En la esquina de Vital Aza, una pareja se besa mientras el Cautivo de la fachada de enfrente, también hecho de azulejos, pero éstos tan hermosos y pulidos, parece observarles indiscretamente desde la agonía de su Pasión. La pareja se despide. El chico, alto y delgado, con vaqueros cagados y un gorrito rojo de lana, se dirige a Huerto del Conde, en dirección a la Plaza de la Merced. En su camino se cruza con dos chicas, de remanente adolescencia, que caminan en dirección en contraria, hacia la Cruz Verde, vestidas con pijamas y batas (una de florecitas, otra de Hello Kitty) y moños improvisados que apuntan al cielo.
Hay coches subidos en la acera, sobre todo a partir del cruce con Lagunillas y hacia la Cruz Verde. Dos señoras discuten con brío: una intenta convencer a la otra de que no debe gastarse el dinero en un donut "porque vale lo mismo que un paquete de doce magdalenas". Una promotora ha colgado un cartel en una casa de cuatro plantas, cegada en toda su extensión, a punto del derribo y cubierta de pintadas indecentes: aquí es posible adquirir ruina a precios módicos. Eso sí, a un tiro de piedra de la Plaza de la Merced y de la Casa Natal de Picasso. Una paloma con un ala rota cruza la calle. Ni siquiera puede subir el bordillo. Si finalmente lo logra continuará su trasiego renqueante por la hilera de puertas amuralladas, garajes oxidados, paredes desconchadas y losas levantadas. Un coche viejo circula con un neumático reventado. Para tomar Lagunillas se sube a la acera: otro coche mal aparcado no le deja otra opción. El conductor fuma y habla por el móvil. Ríe a carcajadas. Una anciana enlutada se desplaza con sus piernas terriblemente hinchadas. Va cargada con bolsas de la compra y apenas puede dar un paso. Alcanza al fin su destino, abre la pesada puerta de su casa con mucho esfuerzo, como empujando su propia soledad, y se desvanece en un mar de silencio. El tendido eléctrico se despliega peligrosamente como una selva a punto de venirse abajo. Bienvenidos a Cobertizo del Conde.
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