Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Qué bostezo
Estoy convencido de que el fútbol en sí mismo no le gusta a casi nadie. Los partidos se hacen larguísimos con poquísimas ocasiones de gol. Apenas hay algún atisbo de geometría en alguna combinación. La mayoría de los pases son horizontales, cortitos y tiquismiquis. Los futbolistas andan tatuándose para entretenerse. O haciéndose extraños peinados. O tirándose al suelo, sufrientes como sólo podrían caer los héroes de Troya. Los comentaristas contribuyen al sopor. Los ex futbolistas que enfocan en las gradas están mirando el móvil. Y las aficiones tienen que animar a los jugadores, como es lógico. Lo que más les entusiasma es cuando las cámaras les enfocan a ellos, como es lógico.
Sin embargo, en el campo se concentran enormes pasiones y hasta yo he visto varios partidos, no sólo los de España. ¿Por qué? Porque en el cuadrilátero convergen, por un acuerdo tácito global, los ojos de todos. Eso tiene un efecto multiplicador. Hay un consenso manufacturado por el subconsciente planetario. Si a los demás les importa que gane su país o su equipo, mi pundonor está en juego si ganan los míos. Es un espectáculo especular, epidémico, contagioso.
En Bizancio todos vibraban con los debates teológicos; en la Universidad medieval, por la recepción de Aristóteles; la honra movía los corazones en la España de Oro… Se podría hacer una historia del mundo según de las pasiones dominantes de cada época.
Otros deportes al menos podrían ocupar el lugar del fútbol en nuestro pequeño corazón globalizado. No sé: el ajedrez, la vela, la doma, el voleibol… Le ha tocado al fútbol, con sus patadas, sus escupitajos al pasto, sus millonarios jugadores cariacontecidos y sus momentos de belleza contados con los dedos de un pie en dos horas, más el tiempo añadido, encima.
No me parece fatal. No he venido a criticar, sino a llamar la atención de lo poco que tanta pasión tiene que ver con la estética o la excelencia. El fenómeno responde al mimetismo y a la rivalidad multiplicada. El mecanismo podría aplicarse a realidades más dignas (fe, arte, literatura) o a deportes más bellos, pero también a fenómenos más letales y a juegos más violentos. Así que las cosas quedan empate.
Que ha de resolverse en los penaltis de ver cómo lo encajamos. Unas gotas de escepticismo son un antídoto estupendo. Ni los altavoces mediáticos ni los fervores de masas ayudan mucho, pero siempre podemos reírnos de esto con deportividad.
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