Los árboles de Navidad vuelven a su caja. Enero empina una cuesta que nunca deja de estarlo. La dieta de la rutina volatiliza el frenesí de los polvorones. Pero justo cuando en Málaga el mundo pide tregua y quietud, un pequeño universo de soñadores se acelera de cara a su gran mes. Febrero es un teatro de locos soñadores. Una calle infinita llena de papelillos y sonrisas. Una fiesta aún demasiado invisible para los grandes ojos, pero sustento de miles de malagueños que llevan desde el verano deseando salir de su hibernación para cantarle al mundo las miserias más mundanas y mortales, y envolverlas en crítica y sorna.

Entre tanto discurso vacío de políticos. Entre artificiales mensajes de influencers. Entre realidades contadas en los medios como dispensadores automáticos, la voz del pueblo le pide un mes al calendario para decir del modo más humano cómo es la vida de verdad. Las miserias, los sueños rotos, la defensa a ultranza de lo propio. Y lo hace, aunque disfrazado, desde la desnudez del alma. Sin trampa ni cartón, aunque más cerca de la vida entre cartones que hay en las calles. El carnavalero, aunque disfrazado, no habla desde la mentira de un traje caro. Ni desde las ropas de marca regaladas que promociona una cuenta en Instagram. El carnavalero, lo que hace realmente, es desnudarse para que quien le oye empatice de verdad. Porque no es postureo ni impostura. Es un mecánico que llega tarde a casa tras el ensayo para ver a sus hijos acostarse a tiempo. Es un buscavidas que no tiene ingresos fijos pero se gasta un pastizal en poder pagarse el tipo que apenas usará seis o siete veces en su vida. Es un chaval al que le costaba horrores aprobar en el colegio, pero que absorbe un complejo repertorio para toda la vida de su memoria. Es alguien separado y que hace encaje de bolillos con la custodia de sus hijos para que luego puedan sentirse orgullosos de verle al descorrer las cortinas del teatro. Es un grupo de amigos que deciden poner al servicio de la calle, altruistamente y costándoles el dinero, una agrupación callejera que llenará de risas la vida de los transeúntes sin nada más a cambio que un aplauso. El Carnaval es una fiesta que no interesa a los poderes porque dice las verdades incómodas a la cara, incluso con el buen gusto de rimarlas, melodías deliciosas y voces que podrían estar ganando dinero en solitario, pero han preferido regalarlas al pueblo. E incomprensiblemente, aunque es el discurso más verdadero que hoy se puede escuchar, sigue sin el cariño y el apoyo de su gente. El Carnaval es muy grande, aunque continúa siendo un mundo muy pequeñito. Aún no he conocido a nadie que al ir por primera vez a ver las coplas no se haya fascinado. Dentro de unas semanas, la fiesta invisible volverá a soñar con fuerza. Febrero alumbrará el parto de hombres y mujeres auténticos, de verdad, sin grandes puestos de trabajo, sin fama, sin legiones de followers. Pero que te regalan su corazón, su tiempo y su talento para denunciar lo que a ti no te dejan. Para que te rías de lo que te empobrece. Y solo piden a cambio que te pares a escucharles. Y lo que van a decir te cura, te rescata, te comprende. Y eso nadie más lo va a hacer en esta ciudad.

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