En la Feria del Libro de Frankfurt de 1973, Claude Durand, un editor francés, oyó hablar de un libro aún sin publicar. Su título aludía a cierto lugar aparentemente inexplorado, porque Durand no logró encontrarlo ni en los mapas ni en los geógrafos. Esa terra incognita era el Archipiélago Gulag.

Su autor era un afamado ruso que había estado ocho años en los campos de Siberia y luego, muerto Stalin, publicó bajo los auspicios soviéticos Un día en la vida de Iván Denísovich, un ficticio habitante de esos purgatorios, y luego, muerto Jruschov, tuvo que volver a ocultarse para escribir la crónica definitiva de esos campos, de esos purgatorios. Archipiélago Gulag, dijimos.

Tras muchas vicisitudes, escondrijos, consignas e interrogatorios, el manuscrito encuadernado llegó a París, y de allí al mundo. Y el mundo despertó de su sagrada siesta. Fue hace cincuenta años, y su autor, Alexander Solzhenitsyn, lo recordaba todo.

Siempre me pregunté si Solzhenitsyn llevaba dentro de sí sus ocho años de cautiverio y se limitó a volcarlos, en trance, en el papel. Si el tiempo muerto alimenta y ensancha y fortalece la memoria. Me parecía inhumano. Pero el pormenorizado recuento de las brutalidades del régimen soviético en los gulags no era sólo obra de su memoria: gracias al éxito de Iván Denísovich, Solzhenitsyn recibió cientos de cartas con testimonios de otros presos. Ellos también estuvieron en los campos, ellos también fueron forzados, enfermos, casi muertos. Y sobre esas historias, sumando la suya al resto, construyó la Historia. De todos esos ríos hizo el mar.

Así se construyó siempre la Historia, como si miles de haches minúsculas pudieran gestar la mayúscula. Heródoto hablaba con todos, estuvo en todos los lugares, hasta en los que no, escuchó y trató de entender, y de ahí nacieron tantos pueblos, tantos ejércitos, Jerjes flagelando el Helesponto. Tucídides supo habitar todas las mentes como la propia, y de ahí nacieron sus discursos, tan equilibrados, en los que causas opuestas son tratadas como iguales. Rudolf Vrba y Alfred Wetzler se jugaron la vida al escapar de Auschwitz y contar, por primera vez, el horror de Auschwitz, el horror de tantos. Así fue siempre.

Hay al final de Lincoln en el Bardo, la original novela de George Saunders, una imagen que alude a esta idea: Lincoln, hundido por el peso de su cargo y por la muerte de su hijo, cuyos restos visita, es brevemente habitado por los fantasmas que pueblan el cementerio, entre ellos un esclavo. Sobre sus hombros cansados avanza el mundo.

La única forma de trascender, ayer y ahora y siempre, es trascenderse.

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